Hoy, el feminismo, mejor dicho los feminismos, son la ideología del poder. Una ideología que en las corrientes dominantes, que no son las del feminismo de la igualdad, resultan esencialmente dogmáticas porque afirman como verdades muchísimas cuestiones que no pasan de ser presunciones sin fundamento o dotadas de muy poca solvencia. Esta necesidad dogmática las convierte progresivamente, como se pone de manifiesto en la legislación española, en una concepción autoritaria, única manera de que sus presupuestos que contrarían el sentido común pueden mantenerse.
También aquellos feminismos de régimen hacen algo muy importante. Establecen un nuevo lenguaje, una nueva lengua porque como todo autoritarismo sabe que quien domina el lenguaje consagra su poder.
No existe un solo feminismo, como ya hemos apuntado, sino varios, que en último término pueden agruparse en dos. El feminismo de la igualdad de derechos con los hombres, la corriente inicial que ahora es la más minoritaria de todas desde el punto de vista del ejercicio del poder, y el feminismo dogmático de género, que a su vez se diversifica en dos concepciones duramente enfrentadas: el feminismo punitivo de género, que afirma una determinada condición femenina y carga sobre el hombre y le hace responsable de la opresión, y el feminismo de las identidades sexuales, que junto con la primacía del homosexualismo político ha situado en primer plano el feminismo trans y la concepción queer .
Este feminismo de la igualdad de derechos está dañado porque los demás feminismos, que tienen visiones específicas de lo que significa ser mujer, contribuye a perjudicar aspectos esenciales de la condición femenina, como es el caso de la maternidad. Porque el feminismo punitivo y el de las identidades sexuales valora a la mujer no como tal, sino por su presencia como fuerza laboral y eso sitúa a la maternidad en un tercer plano. Existe en este punto una coincidencia objetiva con el liberalismo cosmopolita de la globalización.
Todo este complejo de ideas y prácticas, que hoy ocupa el poder en buena parte de Europa y especialmente en España, presenta facetas realmente preocupantes de que su control y dominio de la información publicada censura e impide su debate.
En Converses, y a lo largo de una serie de artículos, queremos mostrar esas otras facetas que también deben ser conocidas, porque su existencia sin revisión ni critica está convirtiendo el feminismo de una reivindicación necesaria en un problema para la sociedad.
Los abusos del derecho
El abuso del derecho se produce cuando, y ésta es una definición canónica del art 7.2 del Código Civil, se da; «un acto u omisión que por la intención de su enfoque, su objeto o por las circunstancias en que se realice, sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho en perjuicio de un tercero».
El abuso del derecho puede producirse a través de las propias leyes, de sus aplicaciones e intervenciones. Podríamos decir que se da cuando no se respeta la justicia, que exige, y ésta es otra definición canónica, «el respeto a la verdad y dar a cada uno lo que le corresponde».
En ambos casos las políticas feministas son un abuso. A la hora de elaborar las leyes niegan el contraste de opiniones que permiten buscar la verdad, nunca pretenden dar a cada uno lo que le corresponde, y a priori cargan sobre una de las partes todas sus culpas, sean cuales sean. Lo hacen en el caso del feminismo punitivo contra el conjunto de los hombres y, en el caso del feminismo de las identidades sexuales, contra los heterosexuales. En un principio, este último conflicto parecía sólo reservado a los grandes descalificados por la historia presente, los hombres por el hecho de ser hombres. Pero la ley trans ha puesto de relieve que también las mujeres, las feministas, pueden convertirse en personas señaladas porque se oponen a los imperativos de la transexualidad y de la ideología queer, basada no en ningún hecho objetivo de naturaleza biológica, sino en situar el género como decisión subjetiva y transitoria de cada persona.
Son ejemplos de esta política, la ley contra la violencia de género, que insólitamente parte de los supuestos de que los hombres son culpables por el hecho de ser hombres, y esta realidad que les sitúa en inferioridad de condiciones ante la justicia, es decir, legaliza la injusticia, se traduce en la brutalidad declarada constitucional de que para un mismo tipo de delito sin agravantes o eximentes que lo justifican, un hombre siempre recibirá una pena muy superior a una mujer. Naturalmente, esta ley se ve muy complicada por la novedad de la ley trans. Pero éste es otro tema.
Otro ejemplo de este abuso del derecho, y hay muchísimos, se produce cuando el gobierno de forma espuria introdujo dentro de la ley de reforma concursal (ley 16/2022 de 5 de septiembre) la modificación del apartado 7 del art. 92 del Código Civil en el que establece que en la práctica el hecho de que un hombre sea denunciado por maltrato, sin que haya habido sentencia firme, ni siquiera juicio, sólo por el hecho de la denuncia de la mujer, pierde automáticamente la custodia compartida. El régimen de abusos que provoca este cambio normativo es brutal. Y es un incentivo para que las mujeres que se resisten a ese tipo de custodia puedan liquidarla por la vía de la reclamación si previamente denuncian a la pareja por malos tratos. Cuando al cabo de 2 o 3 años se vaya a juicio y éste se resuelva, pese a que el hombre gane, habrá perdido entre el mientras tanto la custodia de sus hijos.
O para situar otro ejemplo de distinta naturaleza, lo que hace el gobierno de Cataluña que establece la obligación de fijar reservas en los puestos de trabajo público exclusivamente dedicados a las personas trans. Este régimen de privilegios se extiende a otros capítulos como es el de la inversión de la carga de la prueba, que suprime también por este lado el derecho constitucional a la presunción de inocencia que sólo se aplica a los colectivos trans y homosexuales , y ya me dirán por qué.
La noticia “espectacular” de un presidente Sánchez, revesado para varios frentes políticos, de una ley que obligará a la paridad entre hombres y mujeres en los consejos de ministros, de administración, en las listas electorales y la concesión de premios públicos, que ha movido un cierto revuelo, es sólo la guinda demagógica de un pastel, porque en su mayor parte estas cuestiones ya están resueltas en otros marcos legislativos. Pero la guinda tiene la virtud de poner de relieve esta otra arbitrariedad.
El razonamiento de Sánchez de que la mujer debe aspirar a la mitad de todo es de una necedad brutal. Porque con esta lógica no debería limitarse a las mujeres, sino que debería extenderse a toda la sociedad y en especial en relación a los grupos más débiles. En la representación de los trabajadores, y dependientes, en las listas electorales, en el consejo de gobierno, la presencia de las personas mayores en el Congreso de los diputados, la presencia de subsaharianos, musulmanes e inmigrantes en general, en los cuerpos policiales y así podríamos ir dividiendo todos los ámbitos institucionales en cuotas. Es un error muy grande fruto de la afición electoral. Lo que hay que garantizar a toda persona, toda, es lo que hoy en día no está bien resuelto: la igualdad de oportunidades aportando más al que menos tiene de salida. Y a partir de ese origen, que sean los mejores en cada caso los que ocupen los puestos.
Pero es que, además, la pretendida paridad sólo funciona en un sentido, aquél que limita la presencia de hombres. En cuerpos de servidores públicos absolutamente feminizados, como la justicia, la salud, nadie plantea que se faciliten cuotas para que los varones puedan tener también su 50%.
En definitiva, el abuso del derecho en estos feminismos del poder se traduce en una persecución del hombre por ser hombre.