Como todo lo relacionado con el catalán, esta misión ha levantado chispas a ambos lados. Es necesaria, por tanto, una mirada que objetive la realidad, y eso significa, en primer término, que la reconozca.
Poca información o trabajo ha logrado la comisión cuando quien presidía la delegación, el liberal de Estonia Yana Toom, declaró que el catalán no está en peligro.
Cierto es que la Generalitat y una parte del mundo educativo han tenido de todo menos sentido de los buenos modales, que nunca sobran y siempre son un argumento a favor. Sin embargo, es evidente que la comisión no reconoce la realidad catalana. Tiene razón cuando dice que es inapropiado que los ciudadanos tengan que recurrir a los tribunales por sus derechos lingüísticos, pero al mismo tiempo no sitúa en contexto la dimensión numérica de estos ciudadanos y su carácter absolutamente reducido, lo que significa que el problema es marginal, más considerando que la mayoría de la población de Cataluña es castellanohablante, y si se tratara de un asunto grave, la reacción sería muy poderosa.
Se equivoca cuando dice que la escuela catalana no es bilingüe. Está claro que no lo es. Legalmente, constitucionalmente, la lengua vehicular es el catalán y al mismo tiempo existe la obligación de impartir los conocimientos necesarios del castellano para lograr un buen dominio. En realidad, como demuestra el informe PISA, esta condición no se da, pero se da menos en catalán que en castellano, como tampoco se da en matemáticas y ciencias. Por tanto, lo que hay como problema grueso es la incapacidad educadora del sistema, y esto no es una cuestión lingüística.
Que el departamento de Ensenyament debería mejorar su visión pedagógica en ambas lenguas es evidente, que debería dar más relieve al catalán en zonas mayoritariamente castellanohablantes y a la inversa, también. Pero esto la mayoría de los centros ya lo hacen por su cuenta y esa autonomía, más real que legal, la comisión no la considera.
Pero lo más importante de todo es que ignora el hecho evidente de que el catalán sí está en peligro. Situémonos en un escenario en el que la población de Madrid, pongamos por caso, sólo fuera hispanohablante en un 36% de los hogares. ¿Qué dirían? Pondrían el grito en el cielo. Pero aquí se considera normal que ésta sea la cifra que según el Idescat alcanzan las familias que tienen como lengua propia el catalán, con un hecho adicional: su progreso es muy modesto, a pesar de las décadas de normalización lingüística, porque más del 90 % de estos hogares, en concreto el 92%, tienen 3 o 4 abuelos catalanohablantes, mientras que los que no tienen ningún abuelo con esta condición, que demostraría el progreso lingüístico, son sólo el 11,5%. De 2001 a 2018 sólo se han ganado 8 puntos en relación con el porcentaje de hogares catalanohablantes. Esto es un 0,4 de mejora al año. Y significa que para que los hogares catalanohablantes llegaran al 50% deberíamos ir más allá del 2050.
Y todo ello con un agravante: la extraordinaria inmigración y la carencia de natalidad hacen que la presión adversa sobre la lengua catalana sea creciente.