La ley trans, en tramitación prorrogada en el Congreso, no significa solo un momento de crispación entre PSOE y UP, y dentro del propio PSOE. No es solo una descalificación en toda regla del feminismo que todo un sector del PSOE ha estado sosteniendo a lo largo de los años en beneficio de una nueva visión de la que es portadora UP y que tiene como biblia la obra de Judith Butler y la su teoría queer, que decreta, desde la abstracción ideológica más absoluta y sin fundamento científico alguno, que el sexo no existe y lo que hay son roles culturales en función del sexo sentido, es decir, del género, que pueden cambiar a lo largo de la vida.
Seguramente es una de las consecuencias más extremas de la matriz filosófica emotivista que domina el pensamiento actual. El emotivismo es la doctrina que proclama que los juicios de valor, y más específicamente, los juicios morales, no son más que expresión de preferencia. El emotivismo intenta reducir toda concepción moral y, por tanto, también jurídica, a las preferencias personales. En este sentido, existe un rechazo claro de todo lo que sea justificación racional, es decir, técnica científica, por las normas.
Es en este contexto más amplio es necesario situar la ley trans y, de hecho, otras normas jurídicas que ha aprobado el actual gobierno.
Lo que hace la ley es modificar, y esto es muy grave, la categoría jurídica del sexo registral, del sexo civil, y utiliza el concepto de género para encubrir este hecho hablando siempre de género. Significa esta transexualidad el borrado jurídico del concepto de sexo y la introducción de una identidad de género que por definición es cambiante. Está claro que aquí se produce una de las muchas contradicciones que se dan en todas estas historias. A la vez que se defiende que el género es un rol cultural que puede modificarse, la transexualidad significa actuaciones bioquímicas y quirúrgicas de cambiarse de hombre a mujer o viceversa, que en muchos casos son difícilmente reversibles o de peligrosa reversión.
Ahora las feministas del PSOE se quejan por este hecho sin asumir su parte de culpa, que comienza cuando las administraciones públicas, los medios de comunicación, prácticamente todos, han sustituido la palabra sexo del sistema estadístico, del discurso, de las leyes, por el de género como si este cambio no tuviera consecuencias, y así en la estadística la población ya no se divide entre hombres y mujeres según sexo, sino según género; en otras palabras, lo que ellas en nombre del feminismo han impulsado para su guerra particular del feminismo de género, ahora pagan sus consecuencias porque hay una ley que lleva a las últimas consecuencias la sustitución del sexo por el género, dando lugar a que la identidad trans se convierta sólo en una simple declaración por parte de la persona, sin ningún tipo de acompañamiento médico y social. Las personas podrán cambiar de sexo solo declarando que se sienten hombre o mujer, y este hecho se hace extensivo a los menores por lo que a partir de los 14 años pueden cambiar de sexo y someterse a operaciones quirúrgicas aunque sus padres no lo consientan.
La ley se produce cuando otros países que tienen legislaciones similares, pero no tan radicales, están de vuelta porque han constatado los enormes problemas que, incluso en procesos más controlados y garantistas, determina el cambio, sobre todo entre la gente más joven porque confunden otro tipo de problemas con la solución de cambiar de sexo. Pasado un tiempo se arrepienten de cambiar su condición femenina o masculina.
Porque es importante tener presente algo: el sexo está impreso en nuestra genética y aunque puedan alterarse sus manifestaciones externas, la realidad biológica sigue latiendo.
En Reino Unido existen en curso numerosas denuncias contra la sanidad pública británica por no haber impedido el cambio de sexo a personas jóvenes. Es llamativo que el 80% de los menores que piden ese cambio sean chicas. El resultado de esta ley tendrá consecuencias importantes a medio plazo que afectarán a una población adolescente, ya muy tocada. Recordamos que los ingresos por trastornos mentales han aumentado en un 40%. Que un porcentaje singularmente alto de chicas superior al 10% se declaren bisexuales. Y que a todos los efectos el rendimiento escolar es cada vez peor.
España es un país singular no solo por esta ley, dado que no hay ninguna más que conceda la posibilidad de cambio a los 14 años, sino porque se inscribe en el escaso número de países, 11 en total, que tienen legislaciones de este tipo. Si a ella se le suma la de la eutanasia y el suicidio asistido, también poco abundante en el mundo democrático, la nueva ley del aborto que incorpora el derecho de las menores, la ley LGBTI que establece derechos específicos para personas de este grupo, es decir privilegios, la particular legislación del “solo sí es sí”, que ya tiene problemas interpretativos al inicio de su recorrido, y la más lejana ley de lucha contra la violencia de género, que no tiene equivalente en Europa, constataremos que España se ha configurado como una grave anomalía en lo que significa leyes que transforman nuestra concepción sobre el ser humano. La gravedad de todo ello por sus efectos profundos va mucho más allá de una simple crisis económica por muchos destrozos materiales que ésta provoque.