La fiscalidad española penaliza más a las rentas bajas, y en Cataluña esta situación es especialmente pronunciada. Los gobiernos progresistas parecen intensificar la carga fiscal sobre quienes más necesitan conservar sus ingresos. No se trata del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), que es progresivo, sino del total que se paga al Estado, es decir, la llamada cuña fiscal.
El reciente conflicto entre las ministras Yolanda Díaz y María Jesús Montero sobre la tributación del salario mínimo en el IRPF, tras su última subida, esconde una cuestión más relevante. Díaz critica que, con el aumento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) a 1.184 euros mensuales, algunos perceptores tendrán que tributar por primera vez, lo que podría reducir su poder adquisitivo.
Sin embargo, la cuestión real radica en la necesidad de ajustar los impuestos en función de la inflación. Aunque ésta se ha moderado, los impuestos se aplican sobre bases imponibles que han crecido a causa de la inflación pasada. Muchos países han modificado su estructura fiscal para evitar que los ciudadanos sean los más perjudicados. En España, no se ha hecho este ajuste, lo que beneficia a los ingresos del Estado, que puede repartir pequeñas donaciones y aparentar generosidad.
Reducir de cualquier modo la presión fiscal podría beneficiar a las rentas más bajas. Sin embargo, ni Díaz ni Montero, y por tanto el presidente Sánchez, parecen dispuestos a abordar este tema, manteniendo la idea de que pagar más impuestos es beneficioso. Esto es cuestionable, especialmente en un país como España, que tiene pendiente una reforma fiscal que el gobierno actual mantiene archivada.
La presión fiscal en España afecta gravemente a las rentas más bajas y, en menor grado, a la clase media. Paradójicamente, el 1% de los contribuyentes con mayores ingresos liquida un tipo impositivo medio más reducido en toda la escala de renta, ya que sus ingresos se concentran en grandes sociedades que tributan por vías menos costosas que el IRPF.
El problema es que rara vez se aborda lo que realmente afecta al bolsillo de los trabajadores: la cuña fiscal. Ésta representa la diferencia entre el coste total que un empresario asume al contratar a un trabajador (salario bruto más cotizaciones y otros impuestos laborales) y el salario neto que el empleado recibe tras las deducciones (IRPF y cotizaciones sociales). Este indicador muestra cuánto del coste laboral se queda el Estado y, por tanto, la carga fiscal sobre el trabajo.
Según la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA), en 2022, la carga impositiva efectiva para el 20% de la población con las rentas más bajas se desglosaba así: 2,3% para el IRPF, 11,9% para las cotizaciones sociales, 11,5% para el IVA y transmisiones.
Se observa que las cotizaciones sociales, que en su mayoría el trabajador no percibe directamente porque las paga la empresa, pero que se descuentan del salario bruto, y el IVA, un impuesto claramente regresivo, constituyen una parte significativa de la carga fiscal.
La cuña fiscal española es notablemente elevada, situándose entre el 30% y el 40% , lo que significa que una parte considerable del salario bruto se destina al Estado, reduciendo el ingreso neto del trabajador. Esta cifra coloca a España entre los primeros puestos en presión fiscal tanto en Europa como en la OCDE.
La comparación con Estados Unidos es interesante en tanto que la victoria de Trump se basa en gran parte en la queja de los trabajadores por el maltrato y el coste de la administración federal, ya que consideran que sus impuestos están mal utilizados.
Comparándolo con Estados Unidos, la cuña fiscal suele ser más baja, aproximadamente entre el 28% y el 30% del salario bruto, lo que implica que los trabajadores retienen una mayor parte de sus ingresos y, en general, la presión sobre el empleo es menor. En cambio, en España, la cuña fiscal se sitúa en torno al 30-40% para un trabajador soltero sin hijos, lo que significa que casi cuatro de cada diez euros del salario bruto se destinan a impuestos y cotizaciones sociales.
Además, para el consumidor final, el IVA en España penaliza desproporcionadamente a las rentas más bajas. Aunque este impuesto es valorado por su neutralidad y eficiencia recaudatoria, tiene el grave inconveniente de afectar más a aquellos que menos ingresan.
En Estados Unidos, no existe un impuesto equivalente al IVA; en su lugar, se aplica el “sales tax”, un impuesto monofásico sobre ventas que se aplica únicamente en la transacción final al consumidor, sin mecanismo de deducción para los intermediarios. Las tasas varían según el estado y suelen oscilar entre el 4% y el 10%, siendo substancialmente menores que el IVA.
Por tanto, con un mismo salario —aunque en Estados Unidos suelen ser más elevados—, un trabajador estadounidense paga menos al fisco y, cuando realiza compras, los productos están menos gravados por impuestos.
Una solución para la injusticia fiscal en España sería la mencionada, pero nunca implementada reforma fiscal. Mientras, podrían adoptarse dos medidas claras y sencillas: ajustar la carga fiscal del IRPF en función de la inflación y establecer una política de ayudas sustanciales y universales a las familias con hijos.
Esto no sólo facilitaría la igualdad de oportunidades, sino que también reduciría la alarmante pobreza infantil en España, una de las más altas de Europa junto a Bulgaria y Rumanía.
