Artículo publicado en el Diari Catalunya Plural, el 12 de noviembre de 2021
La filosofía ha enloquecido. Éste es el seductor título de un libro del filósofo y profesor de la Universidad Sorbona de París Jean-François Braunstein, traducido al castellano y publicado hace un par de años por Ariel, que ha querido promover un debate necesario sobre las “filosofías” y teorías de moda anglosajona que están invadiendo la esfera pública sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de filósofos y pensadores, muy probablemente por no oponerse a la nueva “clerecía” (concepto del profesor Joel Kotkin): un grupo formado por profesores de las más importantes universidades americanas, inglesas y australianas, que, aquí y ahora, marcan la agenda intelectual, pretendidamente progresista, y que conforman —como muy bien identificaba Peter L. Berger— el Faculty Club Culture, o sea redes de profesores, ONG, funcionarios internacionales, fundaciones, especializados en temas interculturales, género, derechos humanos, medio ambiente, sociedad de la información, entre otros temas específicos.
Algunos analistas afirman que este libro es sólo un panfleto. No lo es, y más allá de la ironía y causticidad con que está escrito, la obra es una crítica sin paliativos a determinadas afirmaciones de las teorías y éticas postestructuralistas y analíticas.
De hecho, estos “nuevos clérigos” pretenden, en el fondo, redefinir lo humano. Y el debate es muy importante, mucho más de lo que se imaginan. Un buen amigo me decía que estamos ante un terremoto de dimensiones inimaginables. Los avances tecnológicos y científicos justificarían que «el ser «humano» ya no sería sometido a las leyes de la Naturaleza sino que sería un «producto» resultado del experimento científico, sin ninguna limitación natural.
Por eso, filósofos como los profesores y profesoras Judith Butler en Berkeley, Peter Singer en Princeton, John Money en John Hopkins, Anne Fosto-Sterling en Brown, Mujer Haraway en California, entre otros, representan a estos nuevos maîtres á penser que son el resultado de una filosofía —de matriz siempre anglosajona— que quiere cambiar primordialmente las definiciones del sexo y del cuerpo, borrar las fronteras entre el hombre y el animal, y hacer admitir que todas las vidas no tienen el mismo valor. El sexo sólo representaría lo natural, ya superado en este imaginario que pretende superar las leyes de la Naturaleza, mientras que el género sería una mera construcción cultural. Dado que en el nuevo imaginario todo sería posible, el marco cultural actual, que responde a un imaginario anterior, se muestra como obsoleto y, por tanto, sujeto a todo tipo de revisiones y abierto a todas las posibilidades.
Pretenden abolir todo tipo de fronteras entre hombres y mujeres, entre la vida y la muerte, entre los animales y los humanos, entre la conciencia moral y el razonamiento analítico-constructivista.
Pretenden abolir todo tipo de fronteras entre hombres y mujeres, entre la vida y la muerte, entre los animales y los humanos, entre la conciencia moral y el razonamiento analítico-constructivista. En mi opinión, si seguimos en la lógica de esta filosofía, el pensamiento sólo se convertirá —y esto lo digo yo— en una especie de algoritmo que definirá y dictará la conducta humana.
Para Money, quien, por cierto, llega a justificar la pedofilia y el incesto, y para Fosto-Sterling y Butler, con gran audiencia en Barcelona, el sexo es sólo una construcción social y el género no tiene nada que ver con el sexo. Por cierto, descubro en el libro que existen cinco tipos de sexo (Fosto-Sterling) que no me veo con fuerza de describir. Defienden, además, que nuestros cuerpos pueden cambiar de género cuando queramos, cuando nos dé la gana.
Para Peter Singer, con su obra La liberación animal, y para Donna Haraway, El Manifiesto Ciborg, no existen diferencias entre humanos y animales —pronto tampoco entre humanos, animales y máquinas— y el propio Singer, defensor de la eutanasia, incluso propone el infanticidio de los bebés con discapacidades.
Braunstein se hace unas preguntas incómodas a las que, por ahora, al menos yo no he encontrado respuesta en los predicadores de la nueva era: ¿Si el género no tiene nada que ver con el sexo, por qué no lo cambiáis cada mañana? Si ya no hay diferencia entre animales y humanos, ¿por qué no se permite la zoofilia? Si optamos por interrumpir vidas consideradas indignas de ser vividas, ¿por qué no deshacernos de inmediato de los bebés defectuosos? Ya me temo cuál será la respuesta a estas preguntas si deben responderlas formalismos, lógicas y algoritmos. Me dan miedo, porque serían respuestas que afectarían profundamente a la condición humana construida a lo largo de la historia, que en buena medida ha pasado por humanizar la dimensión animal que tenemos todos los hombres y mujeres del mundo.
La historia de la Humanidad es una historia de humanización que, desde una perspectiva agnóstica, comporta la emergencia progresiva de la primacía de la razón humana y de la conciencia moral de las personas, de la construcción de unos códigos morales que han forjado la condición humana disminuyendo las tendencias más animales que nos configuran: desde la famosa citación en el Templo de Delfos, “Conócete a ti mismo”, que Sócrates incorporaría como base de su filosofía, incorporaría como base de su filosofía, pasando por la crítica a las matemáticas de Platón —“una buena decisión se basa en el conocimiento, no en los números”—, hasta Kant y su monumental obra que podría sintetizarse diciendo que todo nuestro conocimiento arranca del sentido, pasa al entendimiento y termina en la razón. ¿Dónde queda la sabiduría a la que hacía referencia Descartes cuando decía que “la ciencia es el conocimiento organizado, la sabiduría es la vida”?
¿Cómo deducir comportamientos éticos al margen de la razón y de la conciencia humana? En el debate sobre la eutanasia, ¿se ha aplicado la máxima de Kant, “Obra siempre de modo que tu conducta pudiera servir de principio a una legislación universal”? ¿Esta misma aserción podría aplicarla un animal?
Desde una perspectiva cristiana, el gran salto de la Creación es cuando —según el Genésis— en el sexto día Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, parecido a nosotros, y que someta los peces del mar, los pájaros del cielo, el ganado, y toda la tierra con los bichos que se arrastran. Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, creó al hombre y a la mujer. Dios les bendijo diciéndoles: Sed fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y dominarla; sometan los peces del mar, los pájaros del cielo y todos los bichos que se arrastran por el suelo.” Ésta es la base que nos hace decir, a los cristianos, que la persona humana es la revelación de Dios que nos ha dado una conciencia y unos dones que nos diferencian de los animales y, por supuesto, de las máquinas.
Estamos perdiendo el norte, especialmente en las ricas y avanzadas sociedades de occidente. Un ejemplo de ello es la progresiva conversión de la ética analítica o, mejor dicho, de las éticas analíticas, a una nueva ética de los algoritmos, una nueva etapa de la intromisión —en las ciencias humanas y su narrativa— del paradigma hegemónico científico-técnico, según quieren determinadas universidades anglosajonas que, aquí y ahora, están marcando el “mainstream” de los principales relatos que las élites intelectuales quieren imponer en nuestras sociedades.
A veces he pensado que la obsesión lógico-empírica de la cultura anglosajona -que tan bien se expresa en su lengua- ha pasado, en un siglo, del puritanismo protestante -anglicano y calvinista- de un mundo sometido a Dios sin margen para la acción humana a un pensamiento empírico, lógico y al mismo tiempo científico —de matriz atea— que quiere codificar el mundo y la condición humana en contra de la historia, de la cultura y de la libertad siempre sorprendente de la sabiduría y contemplación humanas . El individualismo, el utilitarismo y el nihilismo visten esta nueva ideología dominante que penetra en las sociedades occidentales y en las élites de todo el mundo que se creen superiores al resto de los demás humanos.
Y, además, aparece el horizonte de los logros actuales en inteligencia artificial que son, por ahora, limitados a tareas específicas ANI (Artificial Narrow Intelligence). Sin embargo, se está avanzando también hacia la AGI (Inteligencia General Artificial), que equivaldría a la inteligencia humana, si bien, felizmente, todavía queda mucho camino por recorrer. El horizonte final sería el ASI (Super Inteligencia Artificial), miles de millones más poderosa, que pretendería sustituir a la inteligencia y conciencia humanas y donde todos los cerebros estarían conectados. Y es ahí cuando la conciencia humana podría ser sustituida por una “ética o una vida de los algoritmos».
Hace ya muchos años me interpelaron profundamente las preguntas que formula Ernst Bloch en el preámbulo de su gran obra El Principio Esperanza: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué esperamos? ¿Qué nos espera?” El día en que estas respuestas se hagan desde la Inteligencia Artificial y sus algoritmos y no desde la contemplación, el entendimiento, la razón, la sabiduría y, para muchos, desde la experiencia trascendente de la fe, el nuevo clero anglosajón habrá triunfado.
Eso sí: si esto ocurre, será el fin de la Humanidad.