En la medida en que Sánchez pierde apoyo, radicaliza su posición. Es insólita en una democracia una declaración como la que hizo el presidente del gobierno y que no ha desmentido sino que ha confirmado en el sentido de gobernar sin apoyo parlamentario. Es técnicamente una posibilidad, pero sería un gobierno muy limitado porque tendría poca capacidad para legislar y debería limitarse a las cuestiones más ejecutivas. Ya existe una evidencia de todo esto. Hay una cuarentena de leyes paradas en el Congreso.
Pero, a mayor debilidad, mayor insistencia en el empleo no pactado de espacios institucionales teóricamente neutrales. El último caso es el del Banco de España. Es la primera vez que un ministro va directamente de la alfombra ministerial a la de gobernador de esta institución económica, cuando lo habitual era pactar el nombre con la oposición, pero es que además la figura del subgobernador aún acentúa más ese desequilibrio, dado que la persona elegida, Soledad Núñez, si bien es una funcionaria de la institución bancaria, ha sido también un personaje vinculado al PSOE. En 2006 era ya candidata por ese partido para ocupar el cargo de gobernador, si bien al final los propios socialistas retiraron su nombre.
En el 2012, cuando el gobierno del PP, llegaron a pactar que ella sería subgobernadora con el criterio habitual de que si el gobernador es de un color, el número dos es de otro. Pero también en este caso los socialistas a última hora cambiaron su nombre. También fue directora del tesoro en el gobierno Zapatero. En definitiva, es una persona del campo socialista que se suma a un ministro del mismo ámbito.
Este absolutismo de Sánchez se manifiesta donde puede. Por ejemplo, el comité federal del PSOE en el que no se dignó a informar ni poner a debate un acuerdo de amplias implicaciones para el estado como es el logrado con ERC. Cada vez el margen es menor. Basta con ver el mapa territorial de los recursos presentados en contra de la inconstitucionalidad en la ley de la amnistía. Únicamente Cataluña, Navarra, País Vasco, Canarias y Asturias se han abstenido de hacerlo. El conflicto, por tanto, es incuestionablemente grande.
Ahora, el gobierno funciona con presupuesto prorrogado y se prepara a seguir haciéndolo si no logra aprobar el del 2025. Es otra práctica insólita en Europa. El gobierno que no logra sacar adelante el presupuesto presenta su dimisión y se forma uno nuevo o se va a elecciones. Nada de esto figura en la agenda socialista. Este camino sólo lleva a un grave deterioro de las instituciones. De hecho, también es insólito en los 46 años de historia democrática española.
Sin embargo, Sánchez puede hacer todo esto por una singularidad nacida en la transición. Con el fin de dotar estabilidad a los gobiernos, se implantó una norma nada habitual en la democracia de lo que se conoce como voto de censura positivo. Quiere decir que, a diferencia de lo que ocurre en los demás países de Europa, el Parlamento no puede derribar al gobierno sólo con una mayoría de votos negativos sino que debe ganar presentando un candidato alternativo.
Éste fue el camino que condujo a la victoria de Sánchez gracias al trabajo, sea dicho de paso, de Marta Pascal, desaparecida de la política, pero que nos ha dejado este regalo. Con esta fórmula es muy difícil derrocar a un gobierno y parece más democrático el sistema de expresar primero el desacuerdo y entonces, bien presentando un nuevo gobierno en el Congreso, bien yendo a elecciones, encender fuego nuevo.
Esto es imposible en España y las consecuencias son los pactos contra natura que hace Sánchez, las concesiones conflictivas y difíciles de cumplir, el hecho de que ni siquiera los dos grupos que están en el gobierno tengan políticas comunes en cuestiones tan importantes como pueda ser el económico o la política internacional, y también hace posible que la presidencia del gobierno se convierta, no en la dirección de una mayoría política, sino en un reducto minoritario que aguanta y usa y abusa de sus atribuciones sin un apoyo democrático suficiente.
Estas aventuras no suelen terminar bien.