Putin ya ha hecho el anuncio de que el próximo misil Satan II estará operativo a final de año. Es enorme, pesa 208 toneladas, mide la tercera parte de una manzana del Eixample y tiene 3 metros de diámetro. En su interior contiene del orden de 10 cargas nucleares que pueden dirigirse a objetivos distintos y se considera que es capaz de superar las actuales defensas antimisiles. Su radio de acción llega hasta cubrir todo EE.UU. A esto se añade el armamento mucho más tradicional, pero del que solo dispone la URSS, de las bombas nucleares tácticas que permiten ser utilizadas en el frente de combate.
Casi simultáneamente Lituania ha impuesto radicales restricciones al tráfico ferroviario con Kaliningrado, que es un enclave ruso en el mar Báltico obtenido después de la II Guerra Mundial. Es un puerto que permite acceder con facilidad al Atlántico en el más riguroso invierno. La medida lituana tensa mucho la cuerda porque evidentemente Rusia no puede permitirse este bloqueo. La antigua ciudad de Königsberg pertenece a Rusia desde 1945 y el hecho de que el pequeño país lituano se haya atrevido a esta medida pone de relieve un riesgo, el del envalentonamiento de estos pequeños países que tienen fuertes roces con los antiguos ocupantes rusos cuando se sienten protegidos por su pertenencia a la OTAN. Porque hay que recordar que existen fuerzas internacionales de esta organización destacadas en Lituania.
Este hecho puede hacer saltar una chispa que complique aún más la situación bélica generada por la guerra de Ucrania. Mientras, ésta mantiene un conflicto a cámara lenta que se asemeja más a la guerra de trincheras de la I Guerra Mundial que a los grandes movimientos tácticos y estratégicos de la II Guerra Mundial. En este contexto, que no da pie al optimismo, se echa de menos política y liderazgo europeo. En el momento más crítico de su historia desde las amenazas de la guerra fría, Ursula von der Leyen y José Borrell demuestran una notable incapacidad para presentar soluciones que vayan más allá de la fácil descalificación de Rusia y las visitas al primer ministro ucraniano, que por su imagen valerosa se ha convertido en una especie de Lourdes de los círculos políticos europeos.
Con todo ello la inflación sigue haciendo destrozos y está por ver que pueda controlarse en un grado suficiente el próximo año. Recordemos que no hace tanto tiempo las versiones oficiales sobre la evolución económica nos juraban y perjuraban que esa inflación era cosa de dos días. Este hecho y la ruptura de la cadena alimentaria ya justifican por sí solos la necesidad de un impulso poderoso de la UE para conseguir un armisticio, la paz y, a ser posible, una ulterior reconciliación. Porque, mientras tanto, los efectos colaterales de la situación se van multiplicando.
Ahora la nueva víctima es la transición energética, porque como es evidente, los países más dependientes del gas ruso carecen de fácil sustitución, y están empezando a utilizar carbón para sus centrales térmicas. Es el caso de Holanda, Alemania y Austria. Este hecho significa un retroceso terrible en los objetivos ya de por sí difíciles, pero necesarios para depurar el cambio climático.
Hay en todo ello un gran lío, pero que tiene un hilo conductor que permita resolverlo, el hilo que precisamente no quiere seguir ni EEUU ni su apéndice la OTAN, pero que la Comisión Europea y los países líderes deberían afrontar sin más dilaciones: para dar la vuelta al proceso integral de degradación que vamos soportando en Europa y que afecta tanto a la economía como al bienestar, no hay otra vía que la de forzar la paz entre Ucrania y Rusia, y hacer desaparecer los fantasmas que estos acuerdos provocarían que Rusia intentara otros ataques militares. Este hecho es inimaginable por la debilidad militar y económica de Moscú y porque lo que le interesa a Putin es encontrar una salida a la solución sin perder la cara.