Conocimiento de cuál es la tarea y la responsabilidad que conlleva el llevarla a cabo y la disposición necesaria para aplicar la virtud que requiere conseguirlo, es decir, la prudencia, una práctica muy mal entendida entre nosotros porque se confunde con la reserva con utilizar el cinturón de seguridad cuando en realidad se trata del fundamento de todas las restantes virtudes, es decir, el saber es el camino que se quiere seguir y la capacidad para llevarlo a cabo.
La segunda gran característica de Isabel II, que contribuye a que el mundo le rinda admiración, es la del compromiso. Desde su juramento como reina cuando tenía 20 años y formuló precisamente esta causa para asumir comprometerse al servicio de su pueblo, Isabel II la ha llevado a cabo las 24 horas del día sin ninguna concesión. Este hecho ha comportado en ocasiones rigideces, distanciamientos y, como es lógico, críticas. Pero por poco que pensemos, llegaremos a la conclusión de que es algo ineludible. No se puede estar permanente de servicio y al mismo tiempo ser un dechado de simpatía y proximidad, hecho que no significa ni la rigidez excesiva, ni el distanciamiento de la soberbia, pero sí un saber mantener cada cosa en su sitio y reducir las emociones, que son la bandera de nuestro tiempo, al mínimo.
Y junto con el compromiso, el vínculo. Aquello que, junto a este, da sentido a nuestras vidas, porque le confiere una dimensión superior a nosotros mismos. El vínculo, que necesita del compromiso, significa realizarse a través de la conciencia de que esta vida alcanza su plenitud, florece en la medida que no se encierra en sí misma y en sus propias satisfacciones, sino que es capaz de entregarse a una causa mayor que a ella misma, que es precisamente la que le da sentido y plenitud.
Las televisiones, las radios, los medios escritos, internet están llenos de comentarios de todo tipo y condición sobre Isabel II, bajo el predominio de la connotación positiva. Pero también, incluso en este contexto, con importantes ribetes de trivialidad.
Más de un comentarista no ha podido evitar la tentación de comparar la conmoción nacional que ha provocado la muerte de la reina con la que generó en su día Lady Di. Nada que ver. Ni en las condiciones ni en las causas, y mucho menos en las consecuencias. La muerte de Lady Di fue un hecho extraordinariamente tráfico como lo es todo accidente mortal, y más cuando siega una vida en la plenitud de su juventud. Fue algo absolutamente insospechado que, lógicamente conmovió, y en esta conmoción había el hecho añadido de la situación personal de la que fue mujer del príncipe Carlos y su aureola, a la vez de miembro de la élite británica próxima a la gente y también de víctima.
Todo esto no tiene nada que ver con lo que conmueve hoy al Reino Unido por la muerte de Isabel II. Aquí se ha tratado de una muerte anunciada, vivida lentamente y casi ante las cámaras de televisión. Fue el registro de aquel deber servido hasta el último instante, porque hay que recordar que 2 días antes del anuncio de su muerte Isabel II aparecía frágil pero sonriente, cumpliendo con su obligación de jefe de Estado, encargando el gobierno de la Gran Bretaña a la nueva dirigente tory.
Han sido 70 años de estar en primera fila de grandes responsabilidades, con una gran discreción, eso sí, que es precisamente lo que se espera de una monarquía constitucional, pero al mismo tiempo transmitiendo la sensación de que allí siempre había una última razón, un último sentido que daba cohesión a todo, incluso más allá del propio Reino Unido. Porque hay que recordar que, a pesar de los pesares, mal que bien, la Commonwealth sigue existiendo y Isabel II era jefe de estado de multitud de países. Una condición excepcional y única en el mundo. Ahora, lo que se produce es un gran vacío, pero no es fruto de la sensibilidad excitada de los sentimientos, aunque también juega la pérdida de quien se ha acabado convirtiendo en la gran abuela de muchos británicos. Pero, el vacío que se percibe es el de la pérdida de aquella referencia, no siempre visible, que estaba en todo momento ahí y que uno podía tener la sensación de que en último término se podía recurrir a ella.
Ahora, empieza realmente una nueva época. Ha desaparecido la última gran figura que personalizaba precisamente este sentido del deber, del compromiso y del vínculo. Tan radicalmente alejado, por no decir opuesto, de otras formas de entender lo que es la responsabilidad del Estado. Para citar un ejemplo reciente, en las antípodas estaría la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, que ha tenido que invertir tiempo y esfuerzo para justificar que tiene derecho a divertirse, a pasárselo bien, porque esta vida de gobierno es muy dura. Cuan alejada está esta forma de entender esta responsabilidad y el compromiso de gobernar, del que durante no unos pocos años en los cuales uno ha sido elegido, sino a lo largo de una extensa vida, Isabel II ha actuado sin apelar nunca a disponer de un espacio vital propio para poder, digámoslo así, expansionarse. Es la diferencia entre la acción de personas educadas en el servicio a un orden objetivo, a una causa superior a ellas mismas, y aquellas otras posmodernas, desvinculadas, que viven vidas fragmentadas. Ahora soy el primer ministro, ahora me voy de juerga, ahora me tocan vacaciones.
La muerte de Isabel II señala el emblema del fin de una época que se prolongó con ella y que habitaba en otra muy distinta, la nuestra, la de la sociedad desvinculada, que también está tocando a su fin, que puede ser más o menos lento y que nos ofrece figuras públicas que están muy lejos de disponer de las virtudes necesarias para un buen servicio público. Se encarnan, aunque no se reducen a las imágenes más o menos tópicas de Johnson en el mismo Reino Unido o la ya aludida Sanna Marin.