Europa no ha conseguido dar una respuesta unida y coherente a la inmigración provocada por el shock del 2015, con la llegada masiva de inmigrantes a causa de la guerra civil siria, y más allá de ella, por la pobreza e inestabilidad de Oriente Próximo,
El progresismo tiende a tranquilizar su conciencia señalando a Hungría y Polonia (que por cierto tiene una proporción nada pequeña de población inmigrada), olvidándose de las prácticas francesas y sobre todo danesas. Solo hace falta ver el comportamiento real de Sánchez con la inmigración concentrada en Canarias, o la falta de una respuesta social adecuada para los Menas, para constatar que el abordaje de la inmigración conduce siempre a lo mismo: rechazo, o malas condiciones de acogida para los que pasan el filtro.
Parece como si el problema solo pudiera moverse entre la hipocresía progresista o alimento del populismo. De lo que carecemos es de verdad, realidad y reflexión.
Dos discursos, un mismo resultado
En el fondo de aquellas dos concepciones antagónicas en su planteamiento, y no tan distintas en cuanto a sus resultados reales, late una cuestión que no ha aflorado en la medida suficiente:
¿Es la inmigración masiva la solución a la negación de tener hijos de buena parte de Europa, cuestión en la que España ocupa un papel destacado?
La opinión progresista, de una parte, de la tecnocracia, y común en las élites, es afirmativa. Es una respuesta sencilla para una realidad compleja: dado que no tenemos hijos, sustituyámoslos por los hijos de otras culturas y formación, y además hagámoslo a gran escala. Necesitamos gente que trabaje, que cotice a la Seguridad Social, y que cuide a nuestros mayores, porque nosotros ya no nos bastamos, y también -pero esto ya se dice menos- nos conviene mano de obra barata.
Y como una parte creciente de la población no quiere hijos o los quiere en escasa medida, y como en el caso español los que sí los desean se ven impedidos o limitados por políticas públicas disuasivas, cuando no contrarias, la inmigración resulta deseable y la natalidad no. Además, nos aporta una sociedad multicultural y diversa.
¿Pero estamos seguros de que esto es así, de que este discurso responde a la realidad de las cosas, o es una ficción, acaso un engaño interesado?
Veamos. En primer lugar, nuestro problema es crear ocupación en un escenario cada vez menos propicio para el primer trabajo, y niveles de formación bajos, excepto en el ámbito de los cuidadores de personas dependientes.
Por otra parte, la idea de que cada hijo de menos, con su correspondiente capital social y capital humano, puede sustituirse por un inmigrante es un error colosal. España no es Estados Unidos ni Alemania. La inmigración que viene aquí no está especialmente cualificada, porque los que poseen esta condición buscan otros horizontes. Es lógico que así sea. No podemos pretender que tengamos inmigrantes de alta calificación, con una estructura económica dominada por el turismo, la construcción y los servicios extensivos en mano de obra, en la que las empresas de elevada productividad están escasamente representadas,
Pero no se acaba aquí la cuestión. El problema es también cultural e ideológico, porque no solo de pan vive el hombre. Como señala Ross Douthat en La Sociedad Decadente, el entusiasmo progresista y tecnocrático por la inmigración va acompañado de una concepción postfamiliar, que en la práctica se convierte en abiertamente anti. Se rechaza la importancia de la familia y de la descendencia, y esto, en España ha conducido a políticas que, de manera directa o colateral, la dañan y con ella a la natalidad. Este sesgo, una población que envejece sin sustitución suficiente y la inmigración, genera un conflicto porque agrava la sensación de pérdida de lo que es propio. En esta percepción, la rebelión está solo a un paso, y esto es lo que sucede en Europa y Estados Unidos con el florecimiento de los partidos y corrientes políticas que explotan este malestar.
Necesitamos más familias y más descendencia
Douthat sostiene que, si las generaciones anteriores hubieran tenido un hijo más en cada familia, hoy la economía sería más robusta, la perspectiva de crecimiento mejor y la desigualdad menor. Existiría una comunidad fuerte en torno a su ancianidad, y un vínculo, también fuerte, con el futuro. En este contexto, Occidente necesitaría menos inmigrantes, pero le resultaría más fácil abrirles la puerta y lo haría en mejores condiciones.
Existe además un choque cultural objetivo, que no se resuelve solo con buena voluntad. Sobre todo, con quienes proceden de culturas islámicas. No hay cuestión: un inmigrante, sea cual sea su cultura, es idéntico en dignidad a cualquier ciudadano español, pero esta afirmación que comporta derechos, no evita la fricción cultural sobre todo cuando no existen las condiciones sociales adecuadas. El choque cultural lo sufren las personas de menores ingresos que conviven con ellos en los barrios donde se concentran los recién llegados. No son las élites políticas, culturales y económicas, quienes lo experimentan, y esto explica por qué el sustituto de la antigua hegemonía comunista en muchas barriadas de Europa sea la extrema derecha. No es la única explicación, pero forma parte de ella.
La idea de ayudar abriendo las puertas a la inmigración, incluso solo en las magnitudes alcanzadas hasta el 2019, no es evidente que conduzca al bien de los recién llegados, porque los situamos automáticamente en condiciones de vida penosas de difícil superación. Al mismo tiempo, su multiplicación en las actuales condiciones tiende a crear conflictos que, sobre todo, se harán sentir en la segunda generación musulmana, y en los actuales recién llegados más jóvenes. Su empoderamiento, que impulsa la izquierda sin aportar los medios necesarios para que resulte real, es una fuente de frustración, y alimenta conflictos futuros.
Solo podemos afrontar bien la inmigración, si revitalizamos nuestras familias, si asumimos una descendencia más numerosa como un bien… y si nuestros gobiernos emprenden de una vez para siempre, una vigorosa política en beneficio de la familia. Es decir, si disponemos de gobiernos que hagan lo contrario de lo que se ha venido practicando.
Artículo publicado en La Vanguardia