La inmigración se está transformando en un desastre buscado, al menos en el caso de Cataluña, por las condiciones en las que se desarrolla. Un reciente estudio de Centro de Estudios Demográficos (CED) aporta los datos que permiten realizar este diagnóstico en términos de absoluta objetividad.
En Cataluña con datos de 2021 hay 1,6 millones de habitantes nacidos en el extranjero y 0,6 millones con uno o dos padres nacidos en el extranjero . El conjunto significa 2,2 millones, es decir, un 27% de la población total que crece, además, a un ritmo vertiginoso por efectos de la inmigración continuada y de la reducción también acelerada de la población autóctona.
De hecho, ahora en Catalunya sólo 2,6 millones de habitantes tienen a los dos padres nacidos en el país. Es poco. Es una magnitud que se acerca mucho ya a la de los nacidos en el extranjero o con padres de ese origen. Querer negar que existe un proceso de sustitución de gran magnitud es negar la evidencia. Lo que, además, es muy importante en la capital de Cataluña y es clamoroso en determinadas poblaciones, como en Guissona, donde el 49% de la población es extranjera y se añaden los hijos de padres con este origen superando ampliamente la mitad, lo que también se da en Castelló d’Empúries.
Los datos del CED permiten ver desde 1900 la evolución creciente de la inmigración y sus respectivos vértices. El primero se produjo en 1901 con un crecimiento inmigratorio de 6.055 personas. El segundo vértice se da en 1927 con un incremento de 32.716. El tercero, en 1966, con 84.195 personas de incremento inmigratorio.
Todas estas inmigraciones que tuvieron un fuerte impacto pudieron ser absorbidas por dos razones: porque la población de Catalunya era mucho más joven que ahora y porque en definitiva procedían de lugares de cultura cercana, como Aragón, Andalucía, Murcia y, en grado más bajo, otras regiones españolas.
Pero el gran salto se produce a inicios del actual siglo porque en el 2002 se da un aumento inmigratorio de casi 150.000 personas, que se mantiene con cifras por encima de 120.000 durante una serie de años. Luego esto merma con la crisis económica hasta registrar más salidas que entradas, pero vuelve a expandirse tras la cóvid hasta llegar a otro máximo en el 2022 de casi 143.000 personas. Como puede verse, la dimensión del flujo migratorio nada tiene que ver con el del siglo XX. Ya la ha superado con creces. Sin embargo, hay una diferencia cultural y social muy importante además.
En el siglo pasado, en el catalanismo existía conciencia de este hecho, preocupación y ocupación. Lo era para personajes históricos como Pujol en la primera época y por posiciones políticamente tan alejadas como las del PSUC y CCOO, pero todas convergían en una misma política: la necesidad de integrar armónicamente la inmigración en el marco de la lengua y cultura catalana. Y funcionó, y la prueba es la Cataluña actual que presenta, en relación con las olas del pasado, niveles de integración muy altos, si bien el Procés ha rasgado a buena parte de este tejido tan trabajosamente urdido.
Esta ola migratoria ha hecho pasar en 40 años de un 2% a un 21% a los residentes en el extranjero. Ahora se produce en un marco culturalmente adverso porque los partidos políticos dominantes ya no tienen como bandera articular a toda esta población recién llegada con la cultura y la lengua catalana. Por otra parte, por su origen representan dificultades de integración mucho mayor. Un 45% son latinoamericanos, un 21% africanos y un 11% asiáticos. Aquí, las dificultades para asumir la cultura propia de Cataluña son muy altas. Sólo el 22% son de origen europeo y en este caso, y dependiendo del país de procedencia, existe una mejor predisposición. Pero es que al margen de la predisposición, existe la falta de políticas en este sentido, de las instituciones por parte de Cataluña, Generalitat, Ayuntamiento y Diputación de Barcelona. Toda esta dinámica inmigratoria se produce además en un país en el que mueren más personas de las que nacen. Donde los mayores de 65 años han pasado de representar algo más del 10% a significar casi el 20% en estas cuatro décadas, mientras que los niños y adolescentes se reducían del 23% al 15%.
Todo este proceso, además, se contempla en un deliberado fatalismo demográfico, que parte del principio de que no se aumentará el número de nacimientos en Cataluña. Nadie se plantea que en nuestro país las ayudas a la familia y a la natalidad son inexistentes o migradas, que no existe política de vivienda y que la emancipación de los jóvenes es extraordinariamente difícil. Tampoco nadie se preocupa de que existe una cultura deliberadamente antinatalista. El resultado es que lo seguimos fiando todo a la inmigración y esto tiene consecuencias desastrosas cuando se sobrepasan determinadas magnitudes. Si además se aportan soluciones imaginarias, el camino a la catástrofe está asegurado.