La célebre frase «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo«, acuñada por José Ortega y Gasset en su obra Meditaciones del Quijote (1914), resume a la perfección su concepción del ser humano y su relación con el mundo que le rodea, y expresa una realidad que pocos discuten. Precisamente una de las características del carácter heroico- excepcional es la de superar la circunstancia adversa.
El yo representa la parte individual y única de cada persona. Es nuestra esencia, nuestra manera de ser y de pensar. Sin embargo, el yo no existe de forma independiente de la circunstancia. Está moldeado por ella, y a su vez, la persona tiene la capacidad de actuar sobre su circunstancia y modificarla. La relación entre el yo y la circunstancia es, por tanto, una relación dialéctica. Ambos elementos se definen mutuamente y están en constante cambio. El yo se va formando a medida que interactúa con la circunstancia, y la circunstancia se va transformando por la acción del yo. En definitiva, el ser humano no es una entidad aislada, sino que se define en constante interacción con su circunstancia. El yo representa la parte individual y única de cada persona. Somos responsables de nuestra propia vida pero, no somos completamente libres, pero tampoco estamos completamente determinados por la circunstancia.
Esta situación se acentúa en el caso de los grandes dependientes, sea por razones físicas o psíquicas, pero también se dan grandes dependencias en el orden económico y sobre todo político, que dejan al yo supeditado al orden superior al que pertenece.
En España, esta dependencia política está todavía más acentuada por las leyes que confieren todo el poder al vértice de cada partido y tienden a expulsar a la periferia todo lo que sea en criterio de bien común, de consideración, hacia el conjunto de los ciudadanos. Hoy, el partido es la patria y esta se debe a un líder. Entre el bien común y el bien del partido, solo del líder en algunos casos, la elección es clara para el dependiente. Si además se trata de un liderazgo de tendencia narcisa que considera que su persona reúne el valor del partido y del Gobierno, caso del presidente Sánchez, tendremos como resultado un entorno radicalmente supeditado a su circunstancia.
Nombra a ex ministros y miembros de su gobierno como jueces del Tribunal Constitucional, del Consejo de Estado y la Fiscalía General del Estado, porque no le importa nada la neutralidad de estas instancias; ni tan solo de su apariencia. Sitúa un miembro del aparato de su partido como máximo responsable del Centro de Investigaciones sociológicas, controla el Instituto Nacional de Estadística, la Comisión de la Competencia, practica el amiguismo en nombramientos, como el responsable de Correos hasta que ha tenido de ser substituido por el estado comatoso de sus finanzas, coloniza las embajadas, convierte la presidencia del Congreso en un apéndice de La Moncloa y, como no, mantiene el clásico control político de RTVE al que ha añadido la agencia EFE. El último caso es el nombramiento como miembro del Consejo de Administración de Telefónica de su amigo personal y coautor de su tesis doctoral, Carlos Ocaña, aunque para ello haya sido necesaria liquidar la famosa paridad.
En este contexto de control absoluto es una entelequia pensar que un cargo tan importante como el de la Presidencia de la Generalitat va a escapar de su regla: todo el poder para el jefe, y el jefe es solo Sánchez y nadie más. No va a permitir que quien encarne la presidencia de la Generalitat tenga una voz propia, de acuerdo con las necesidades y urgencias de Cataluña, más cuando esta persona sabe que en buena medida debe su cargo al tirón electoral de la última maniobra de Sánchez, y que fue un disciplinado ministro de sanidad que antepuso los intereses de Sánchez y su gobierno a las respuestas necesarias durante la COVID en los casos que el conflicto se produjo.
Ninguna de las grandes cuestiones que tiene pendientes Cataluña se resolverán de acuerdo con sus intereses propios. Quedarán arrinconados o, en todo caso, serán abordados desde la perspectiva de los 600 km de distancia que separan la plaza de Sant Jaume de La Moncloa.
Sin duda, Salvador Illa a nivel personal tiene numerosas virtudes, pero no se trata de un juicio a él como persona, sino de la posibilidad de ejercer su cargo político de acuerdo con lo que hoy una Cataluña en declive necesita. Y eso requiere acuerdos con el gobierno, pero sobre todo un tour de force.
Necesitamos un presidente con autoridad ante Sánchez, no un subalterno. El revulsivo, la fuerza, la ilusión, la autoridad moral, que confiere una independencia incuestionable y radical del gobierno español…. Y más tratándose de Sánchez
Illa puede prolongar esta lenta agonía del potencial catalán. Será como en el cuento de cocer a la ranita en agua muy, muy, templada, para que discretamente se cueza y no salte despavorida de la olla.