En una sociedad plural, para garantizar una convivencia aceptable, es suficiente una ética de mínimos, pero deben ser unos mínimos que sean compartidos por todos. Esto en el mejor de los casos, puesto que garantiza un orden justo, lo cual ya es importante.
Pero tenemos todo el derecho a estirar un poco más la cuerda y subir de nivel. Un nivel más humano y más fraternal.
Sería una ética sorprendente, porque no sólo invita a respetar y amar a los amigos, sino también a aquellos que no lo son, es decir, a los enemigos. Nos invita no sólo a dar a quienes nos han dado, sino también a aquellos que no nos han dado nada.
La atmósfera en la que vivimos, donde todo tiene un precio, ese exceso de generosidad, parece que no la entendemos. El mundo no comprende el hecho de dar o darse sin esperar nada a cambio. Una generosidad gratuita, donde lo normal sea compadecerse de aquel que está en una situación difícil.
Reconciliarse y perdonar a aquellos con los que hemos tenido graves diferencias. Abrir espacios de diálogo con los que piensan distinto.
En un camino observado desde fuera, puede dar la sensación de imposibilidad. Pero no es así. Visto desde dentro, es gratificante y atractivo.
Quienes han hecho esta experiencia, raramente se echan atrás porque es un camino que les da sentido a la vida. Nos hace más humanos y nos abre a unas posibilidades que no podríamos ni imaginar. Partiendo de la base de que todos tenemos capacidad de amar, vale la pena abrirse a esta aventura, con la seguridad de que no estamos solos. Si hacemos nuestra parte, el Espíritu que nos anima hará el resto.
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