El futuro de España se juega ahora, en unos pocos y decisivos años . En el pasado, España fue un país de éxito económico, y para constatarlo basta con contemplar la evolución del PIB desde 1960 hasta 2008, mediante la serie del Banco Mundial. El balance global es muy bueno. Pero todo esto cambió a partir de la Gran Contracción del 2008, y la crisis pandémica del 2020. Nuestra situación el 2021 era todavía inferior a la del 2011, y en eso estamos. Por el camino hemos perdido más de una década, y esto determina que no haya margen para el error.
En los años que se avecinan España afronta dos retos muy difíciles
Uno es la oportunidad que brindan los 72.700 millones de euros para inversión sin coste alguno de los fondos europeos Next Generation. Son una inyección descomunal de dinero que ha de efectuarse en pocos años: el 70% entre 2021 y 2022 y el 30% en 2023, si bien los pagos se podrán alargar hasta 2026. Seis años para invertir. Además, el resto, hasta 140.000 millones, están también disponibles en forma de créditos de muy bajo interés. Estos recursos deben a su vez movilizar a la inversión privada, en la mayor operación de este tipo de toda nuestra historia. Este es el rango del momento que vivimos.
Existen serias dudas sobre la capacidad de la administración Sánchez para una aplicación completa y eficaz de los fondos. Tanto más si se recuerda que solo se ha gastado un 39%, de los 15.574 millones, de los fondos de cohesión europeos que corresponden a España del periodo 2014-2020. Esta desconfianza se acrecienta por la falta de información sobre cómo se desarrolla una gestión absolutamente centralizada en la Moncloa.
Pero sobre estas posibles deficiencias ya se ha escrito mucho, y así se proseguirá, y no es mi intención abundar en ello, sino señalar los grandes déficits instrumentales que pueden conducirnos al fracaso. Pero antes debo referir el otro gran reto.
Se trata del fin de la economía del todo gratis, una época insólita en la que los bancos centrales han comprado toda la deuda pública y el interés del dinero prestado ha tendido a cero. Esto permite que los costes de la deuda pública española pesen relativamente poco en los presupuestos del Estado, y resulte barato financiar el déficit público y las desequilibradas cuentas del sistema de pensiones. Pero ya ha empezado la cuenta atrás. Progresivamente, y desde finales de este año, todas estas ventajas irán desapareciendo -y los mercados financieros lo descontarán con anterioridad. España tendrá que asumir lo que significa una deuda del 115% del PIB, un déficit público de 100.000 millones, que superará el 9% del PIB el 2021, según las estimaciones del BCE, y un agujero en las cuentas de las pensiones de 20.000 millones, a pesar del aumento de las transferencias del estado.
No hace falta ser un experto para constatar que todo esto revela un escenario peligroso y de una gran complejidad. Los fondos europeos no solo se deberán gastar en tiempo y forma, sino que además deberán garantizar que los objetivos son correctos. Así, en ningún caso deberían tener como consecuencia un incremento del gasto público, porque significaría aumentar la cuantía de un déficit de dimensión insostenible. Esto afecta, por ejemplo, a las contrataciones de personal. Jugar a que tales aumentos serán compensados por futuras mejoras de la recaudación, es apostar al riesgo. También debe resolverse la causa del déficit de las pensiones, y es obvio que tal cosa no consiste en el cambio de apunte contable de su presupuesto al del estado.
Las grandes incógnitas sobre la aplicación de los fondos
La inversión en digitalización no equivale a informatizar, sino que trata de cambios mucho más profundos que afectan a los procesos de gestión, empezando por los de la propia administración. ¿Pero es esperable tal cosa sin una profunda reforma integral de la misma? De estos cambios debería surgir, por ejemplo y como una prioridad, una administración de Justicia más eficiente y rápida. ¿Pero dónde está su diseño? Y algo parecido debe decirse del sistema público de salud y de educación. En el primer caso, no hay nada y la competencia es autonómica, en el segundo la nueva ley Celaá no se ha realizado contemplando el horizonte de transformación de los Fondos Next Generation, y los decretos que la despliegan los ignoran por completo.
La inversión pública en proyectos del sector agrario, sin abordar su reforma estructural, puede como mucho tapar urgencias y poner parches.
El planteamiento, ya de por sí improbable por parte de la Comisión Europea de la transición energética, va a crear graves problemas sociales, industriales y de ocupación, sin una mejora apreciable del medio ambiente, porque la apuesta urgente por el vehículo eléctrico no resuelve el transporte pesado terrestre, ni el marítimo y aéreo, y sobre todo arregla poco si el mix de producción no se asienta sobre energías no contaminantes. En toda esta historia, el ferrocarril continúa siendo incomprensiblemente el gran olvidado. Y así la lista de deficiencias podría extenderse hasta el aburrimiento.
Es el resultado de que no haya una visión integral y central, un “Cerebro” que integre condiciones, objetivos, interrelaciones. Cada cosa funciona a su aire. Todo está impregnado de un cortoplacismo estrábico. Impera en todas partes el vuelo gallináceo del oportunismo político.
La respuesta a la complejidad de aquellos dos grandes retos interrelacionados, solo puede abordarse con garantías suficientes si se dispone de tres grandes instrumentos para la accion racional:
–La participación, que exige transparencia e información en tres ámbitos: el político, hoy colapsado por la partitocracia y el obscurantismo de los datos. El de los usuarios de los servicios básicos, y en la empresa. Sin participación y sus exigencias, la complejidad se torna inmanejable, a menos que se evolucione hacia un estado autoritario eficaz (que normalmente termina justificando la incapacidad pública, más que solucionándola).
–La planificación indicativa, que no debe confundirse con la planificación imperativa o central propia de los regímenes socialistas. Es el mejor instrumento para abordar la complejidad y la información imperfecta del mercado, para alcanzar unos objetivos concretos previamente establecidos. Impone cumplimientos vinculantes al estado pero no al sector privado, que es orientado mediante información, compromisos y recursos públicos. Es la metodología adecuada para gestionar la complejidad de los fondos y disciplinar a la administración del estado simultáneamente. La que mejor permite articular sus objetivos con las exigencias del reequilibrio presupuestario y fiscal. En definitiva, la concepción que permite integrar todos los factores en juego.
–La planificación territorial. Sin la variante territorio dentro de la ecuación, los problemas de los desequilibrios territoriales, la “España vaciada”, nunca pasarán de obtener como respuesta un conjunto de ocurrencias, como la de descentralizar centros de la administración del estado, sin abordar nunca los problemas estructurales. Para señalar solo un ejemplo de libro. ¿Cómo va a reequilibrase la población a largo plazo, sin una política de familia, matrimonio y natalidad favorable? ¿Con una repoblación masiva de inmigrantes, como la acaecida en la fase de decadencia del Imperio Romano?
Si la razón y el buen conocimiento no imperan, este siglo señalará la decadencia económica y social española. A la inversa de lo que sucedió a partir de 1960.
Artículo publicado en La Vanguardia