El título no es más que la descripción objetiva de la realidad. Por un lado, los datos de la Seguridad Social señalan que el sector de autónomos, y sobre todo el relacionado con el pequeño comercio, ha experimentado una disminución extraordinaria en el último año. Han desaparecido del orden de 20.000 y este hecho ya se hace evidente en muchos barrios de las ciudades, donde son visibles los rótulos de tiendas que se alquilan. Son pequeños comercios que tienen una importancia vital porque proporcionan un entramado esencial en cada barrio, y su desaparición, por una acumulación de hechos como es la inflación, la menor demanda y la competencia de las grandes empresas que vienen por internet, están llevando a lo que sería un daño irreparable. Basta con ver lo que ha estado pasando en Francia, donde este fenómeno está mucho más avanzado, y darse cuenta de que la desertización del pequeño comercio va mucho más allá de una cuestión económica. A pesar de esta evidencia, el problema no forma parte de la agenda política.
Ésta es una de las caras de la moneda. La otra está en las antípodas y es el crecimiento de los oligopolios. Es decir, esa estructura de mercado caracterizada porque un pequeño número de grandes empresas dominan el sector. Las características clave de este modelo es la existencia de pocos vendedores con grandes cuotas de mercado, la interdependencia entre estas grandes empresas, que se observan, reaccionan, establecen estrategias competitivas, pero también existe el riesgo de que puedan concertar su acción Tienen barreras de entrada, hecho que dificultará que nuevas empresas ingresen en el mercado. Más que una competencia de precios lo que hacen es una competencia en marketing, publicidad y diferenciación de productos y buscan un cierto liderazgo en precios para conseguir convertirse en el líder del oligopolio. El problema es que el usuario se ve sometido a las reglas que, concertadamente o de forma espontánea, determinan el juego comercial sin posibilidades de optar.
El debate en Europa en este momento es precisamente sobre la existencia o no de grandes beneficios en parte de estos sectores y el crecimiento de la concentración que se da de forma creciente desde principios de siglo. Así como los indicadores de rentabilidad por lo menos hasta llegar a la pandemia y a la guerra de Ucrania.
En el caso concreto de España existen unos sectores caracterizados por el oligopolio. Uno de ellos es el de las telecomunicaciones en el que Movistar, Vodafone y Orange se reparten cerca del 80% del mercado. El sector eléctrico, gasista y del petróleo también tiene esta característica en la que unas pocas compañías controlan el precio, la distribución y la producción, lo que limita de forma notable la libertad de competencia.
Pero seguramente el caso percibido de forma más sensible por la gente es el sector bancario, muy concentrado y con exigencias cada vez más costosas para el usurario que carece de alternativas fáciles al alcance. Las comisiones que cobran por los servicios son crecientes. En algunos casos, como las tarjetas revolving, los intereses superiores a dos dígitos son discutibles. Y cada vez más con la excusa de la digitalización descargan sobre el usuario más y más trabajo que en tiempos pasados resolvía el propio banco. Si a esto se le añade que el encarecimiento del precio del dinero no se traduce en una mayor rentabilidad de los depósitos, nos encontramos ante un caso en el que el oligopolio tiene profundas repercusiones de carácter social y económico sobre el ciudadano, trabajadores autónomas y las Pymes.
Todo este escenario, que es motivo de debate en los parlamentos y en la Comisión Europea, se produce en España gobernada desde hace años por un gobierno de izquierdas, sin que se hayan adoptado medidas eficaces para proteger los intereses de los usuarios y para reducir la concentración empresarial. Bajo el criterio, que cuanto mayor, mejor y porque da mayor estabilidad al sistema, un argumento reiterado, se ha justificado la inacción.
Por ejemplo, en España existe un antes y un después en la desaparición de las cajas de ahorros. Éstas compensaban la concentración bancaria que era mucho más pequeña y permitían la prestación de servicios mucho más adecuados a las necesidades del pequeño comerciante o ahorrador. Incentivar su reconstrucción adaptada al actual siglo podría ser un paso muy importante que ni siquiera está planteado.
La izquierda española sólo conoce un tipo de solución que es aumentar impuestos y gastar más. Pero sin incidir nunca en las estructuras reales de poder que afectan negativamente a los ciudadanos.