Ecologismo radical: la tentación de instaurar una «dictadura climática»

No a la ampliación del aeropuerto de El Prat, no al gasoducto MidCat, pero también vandalismo en los museos, cortes de carreteras, sabotaje de instalaciones industriales (último ejemplo en Francia contra una fábrica de cemento de Lafarge)…

El movimiento ecologista registra un porcentaje cada vez más importante de iniciativas violentas. Se trata de un paso más allá de los segmentos más radicales e ideológicos, que suelen ser también los defensores más acérrimos de la ideología del decrecimiento.

El decrecimiento es una idea económica que parte del principio de que el desarrollo económico es indisociable del incremento de la contaminación, y se basa para demostrarlo en la dependencia actual de las energías fósiles.

Tras estos militantes radicales se esconden en ocasiones ideologías verdaderamente antidemocráticas, a menudo basadas en una visión profundamente negativa del ser humano y de su papel en el mundo, y no en verdades científicas.

Muchas de las soluciones que los ecologistas proponen (100% de energía producida por las renovables, agricultura «eco» y de proximidad para todos, etc.) conducen a día de hoy hacia el fin de la abundancia en el mejor de los casos, y hacia serios problemas de suministro, en el peor.

En Francia, un conocido ingeniero convertido en una de las caras más visibles del movimiento ecologista, Jean-Marc Jancovici, afirmaba recientemente que él era «partidario de un sistema comunista: rico o pobre, cada uno tendría derecho a 3 o 4 vuelos en avión a lo largo de toda su vida».

Si bien medidas extremas de este tipo pueden parecer por ahora totalmente irrealizables, lo cierto es que desde hace años en Europa se van dando pasos en nombre del clima de nefastas consecuencias económicas y de dudosa legitimidad democrática.

El caso de la Zona de Bajas Emisiones de Barcelona, y que Converses ha cubierto ampliamente, es paradigmático: de momento no ha tenido ningún efecto detectable sobre la contaminación de la ciudad, y además discrimina claramente a los barceloneses que no pueden permitirse cambiar de coche.

Las (a primera vista) generosas subvenciones a los coches eléctricos son otro caso interesante, ya que, en primer lugar, el comprador debe adelantar el dinero de su bolsillo y fiarlo todo a la máquina burocrática que en un año decidirá si le otorga la ayuda o no; y, en segundo lugar, se aplica sobre vehículos que, incluso después de las ayudas, son todavía mucho más caros que sus equivalentes de combustión interna. Los ciudadanos con menos recursos siguen estando con desventaja.

De hecho, los mismos propósitos de reducción de emisiones contaminantes de la Unión Europea presentan graves problemas en su diseño, al introducir nuevas restricciones al desarrollo económico y a la libertad individual al hacer cada vez más difícil el acceso al coche privado. Y es que uno de los objetivos públicos y notorios de las políticas de movilidad introducidas en aras de la lucha contra la contaminación y el cambio climático es la reducción del vehículo privado, sea o no eléctrico.

El ecologismo radical, además de introducirse silenciosamente en numerosas instituciones y políticas públicas, cuenta con otro aliado de peso como son los medios de comunicación tradicionales, siempre preparados para difundir las previsiones más catastrofistas y los modelos climáticos más alarmistas .

El clima de histeria colectiva que se deriva, da legitimidad a las teorías y propuestas más radicales, perdiendo de vista que el fin no justifica los medios, y que por mucho que Occidente reduzca a cero sus emisiones, el cambio climático seguirá produciéndose. Así pues, hay que hacerle frente serenamente y pensando en las consecuencias no climáticas de las medidas que se pongan sobre la mesa.

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