Patriotismo o nacionalismo: el dilema moral de nuestro tiempo

En tiempos de ruido y agitación, cuando las banderas se alzan con furia y los discursos hablan de pueblos, patrias y traiciones, conviene detenerse y preguntar: ¿de qué hablamos cuando hablamos de patriotismo? ¿Y en qué momento ese amor legítimo a lo propio se convierte en ideología excluyente?

En un ensayo de título provocador —¿Es el patriotismo una virtud?—, el filósofo Alasdair MacIntyre planteó un dilema que atraviesa nuestro tiempo como un cuchillo entre la carne y el hueso: ¿es posible ser leal a la propia comunidad sin renunciar a los principios universales de justicia? ¿Se puede amar la patria sin dejar de ser justo con el extranjero?

La respuesta de MacIntyre es tan incómoda como necesaria: sí, el patriotismo puede ser una virtud… pero solo si nace de una comunidad real, de una historia compartida que ha formado al ciudadano y lo ha hecho capaz de distinguir el bien del mal, no en abstracto, sino en medio del barro, de las decisiones difíciles, de las contradicciones del vivir. El patriotismo, dice, es como la lealtad a la familia o a los amigos: no se basa en un contrato ni en una ideología, sino en una relación encarnada, imperfecta, pero insustituible.

Cosmopolitismo progresista y nacionalismo populista

Hoy esta idea resulta casi subversiva. En un mundo dividido entre el cosmopolitismo progresista y el nacionalismo populista, el patriotismo de MacIntyre representa una tercera vía tan poco grata como profundamente necesaria entre el globalismo sin raíces y el nacionalismo sin freno.

Para el cosmopolitismo liberal, toda lealtad particular es sospechosa. Amar a tu país más que a otro parece una forma de egoísmo moral. ¿No deberíamos ser, como quería Kant, ciudadanos del mundo? ¿No basta con garantizar los derechos humanos, sin necesidad de hablar de vínculos o pertenencias?

MacIntyre responde que no. Que los principios abstractos son importantes, pero no suficientes. Que nadie arriesga su vida por una declaración de derechos firmada en Ginebra. Que, sin vínculos reales, sin comunidad, no hay virtud posible. “Los principios universales no movilizan acción en tiempos de crisis”, advierte. El cosmopolitismo ofrece una justicia sin rostro. Pero la justicia, como la solidaridad o la virtud, necesita carne, necesita historia, necesita un “nosotros” concreto.

En el extremo opuesto, el nacionalismo pretende llenar ese vacío a golpe de épica. Donde faltan vínculos, ofrece identidad. Donde escasea la historia compartida, inventa mitos. Donde la virtud requiere esfuerzo, promete pureza. El problema es que lo hace desde una lógica excluyente, autorreferencial, muchas veces agresiva. Convierte a la nación en un absoluto moral. Y a cualquiera que lo cuestione, en un enemigo.

MacIntyre es tajante: “El nacionalismo es la degeneración del patriotismo cuando se separa del juicio moral y se convierte en ideología”. El patriota puede ser crítico con su país; el nacionalista no tolera la disidencia.

El patriotismo como virtud cívica

Frente a ambos extremos, el patriotismo virtuoso que propone MacIntyre no es ni sentimentalismo ni tribalismo. Es, ante todo, una forma de formación moral del ciudadano. No se hereda: se construye. Y como toda virtud, exige condiciones.

  1. Vinculación con una comunidad política concreta y significativa.
    El patriotismo no puede basarse en una entelequia estatal ni en una marca identitaria. Solo tiene sentido si se refiere a una comunidad real, con una historia viva, instituciones comunes y formas de vida compartidas, empezando por la más decisiva de todas, la familia. Y eso en Cataluña deberíamos saberlo bien porque en la fase más obscura del franquismo fueron las familias quienes salvaguardaron la lengua y la cultura. Solo en ese contexto pueden arraigar virtudes como la justicia, la valentía o la prudencia.
  2. Pertenencia a una tradición moral viva.
    La nación debe encarnar una tradición ética capaz de formar ciudadanos virtuosos. Una tradición crítica, no glorificadora. Solo en ella se aprende a deliberar, a juzgar, a corregir. Sin tradición moral, el patriotismo es teatro o propaganda. ¿Mantiene Cataluña esta tradición moral? Es evidente que no al menos en sus instituciones de gobierno y su cultura hegemónica y mediática. Y sin tradición moral desapareceremos como pueblo.
  3. Relaciones personales que exijan virtud.
    El patriotismo no es un sentimiento pasivo. Nos exige. Como la amistad o la familia, nos obliga a mejorar. Implica gratitud, fidelidad, responsabilidad, honestidad. El patriota virtuoso no se limita a decir “amo a mi país”, sino que actúa para hacerlo mejor. Patriotismo y corrupción son excluyentes.
  4. Actitud reflexiva y crítica.
    El patriotismo no es compatible con la ceguera. Implica conocer la historia de la comunidad, también sus fracasos. El verdadero patriota no niega los errores del pasado: los reconoce y se siente obligado a corregirlos. No hay virtud sin conciencia.
  5. Subordinación al bien común y a la justicia.
    Amar la patria no significa justificar lo injusto. El patriotismo virtuoso está al servicio de la justicia. Es compatible con un cierto universalismo moral: aquel que entiende que la nación debe aspirar al bien de todos sus miembros y no solo de “los nuestros”.
  6. Participación activa en la vida pública.
    El patriota no es un espectador. Se implica. Se compromete. Defiende las instituciones cuando son justas y las reforma cuando no lo son. No se limita a ondear banderas: se arremanga. Como diría Aristóteles, un buen patriota es, necesariamente, un buen ciudadano.

Una provocación necesaria

Quizás la idea más provocadora de MacIntyre sea esta: que sin patriotismo virtuoso no hay democracia que se sostenga. Que sin comunidades capaces de formar ciudadanos comprometidos con un bien común compartido, solo quedan individuos solos ante el Estado o tribus enfrentadas. Y ambas cosas —el individualismo cosmopolita y el nacionalismo populista— nos han llevado a donde estamos.

Recuperar el patriotismo no significa anacronismo, sino recuperar el sentido de pertenencia moral, de nuestras tradiciones y fuentes, que permiten construir los horizontes de futuro. Hacer que nuestros países sean dignos de ser amados. Reconstruir un nosotros que no excluya, pero que tampoco se disuelva en el aire. Porque sin ese “nosotros”, no hay virtud. Y sin virtud, no hay futuro.

Nota final: lo más parecido a lo explicado por MacIntyre, pero en el ámbito de la aplicación y el vuelo rasante, es el “nacionalismo” en la versión de Pujol, el nacionalismo personalista y comunitario.

El patriotismo es como la lealtad a la familia o a los amigos: no se basa en un contrato ni en una ideología, sino en una relación encarnada, imperfecta, pero insustituible #MacIntyre #Patriotismo Compartir en X

 

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