Durante los últimos 10 años, numerosos expertos han planteado cuestiones sobre el impacto de las nuevas tecnologías, y sobre todo de internet y la inteligencia artificial, en los regímenes autoritarios y los movimientos de contestación.
Una primera fase de este debate se caracterizó por el optimismo y el papel de estos nuevos medios para avanzar hacia sociedades más democráticas y libres. En efecto, entre 2010 y 2011, muchos observadores coincidieron en afirmar que las redes sociales de Internet, como Facebook y Twitter, habían facilitado las revoluciones prodemocráticas en numerosos países árabes.
Sin embargo, más recientemente, la opinión más extendida se ha ido volviendo progresivamente negativa. El primer signo de alarma llegó con la propagación de noticias falsas (las famosas fake news) a través de las mismas redes sociales. A menudo diseminadas, al menos en parte, a través de perfiles falsos (los bots), se apunta que las fake news habrían jugado un cierto papel en los resultados de elecciones y referéndums.
También se ha señalado que detrás de muchos de estos bots podría haber auténticas campañas organizadas por servicios de inteligencia de potencias extranjeras, como Rusia.
A esta inquietante tendencia, que ha encendido debates sobre todo en el mundo occidental, hay que sumar otra, que estarían promoviendo regímenes autoritarios para facilitar el control de sus propias poblaciones. Se trata de la vigilancia alimentada por la inteligencia artificial, que posibilita un control mucho más estricto y a la vez discreto que la vigilancia tradicional.
Según los académicos estadounidenses Andrea Kendall-Taylor, Erica Frantz y Joseph Wright, la vigilancia potenciada por la inteligencia artificial aporta tres importantes ventajas respecto a los otros métodos.
En primer lugar, permite a los dictadores automatizar el seguimiento y supervisión de sus opositores políticos de formas mucho menos intrusivas. En segundo lugar, requiere menos recursos, que pueden concentrarse en la ejecución de condenas. Y, en tercer lugar, una vez que los ciudadanos se dan cuenta de que están siendo controlados, suelen cambiar ellos mismos de comportamiento sin que el régimen tenga que recurrir a la violencia física.
Evidentemente, este tipo de control de las poblaciones requiere un nivel de desarrollo económico y tecnológico considerable. Es necesario que, por un lado, los ciudadanos utilicen Internet en su vida cotidiana (accediendo a su cuenta bancaria en línea, enviando y recibiendo correos a través de una dirección de correo electrónico, utilizando un smartphone, etc.) y, por otro, que el gobierno sea capaz de acceder a estas informaciones y analizarlas mediante herramientas de reconocimiento y aprendizaje automático y equipos de ciberexpertos.
No todos los países que actualmente están gobernados por regímenes autoritarios reúnen estas condiciones. Pero los que sí lo hacen, entre los que destaca China, se han convertido en un modelo a seguir por los demás. Numerosos países africanos ya se han convertido en alumnos de Pekín en la materia, como destacan Kendall-Taylor, Frantz y Wright.
Desgraciadamente, el cibercontrol funciona. Varios estudios citados por los autores indican que los regímenes autoritarios que utilizan medidas digitales de represión se enfrentan a un riesgo de protestas inferior respecto a los que no las utilizan.
Así pues, numerosas dictaduras han aprendido la lección de las protestas árabes de 2010-2011, y se muestran mucho más agresivas en el espacio virtual que antes para evitar movimientos de protesta.
Por ejemplo, el gobierno de Camboya ha extendido progresivamente su control del ciberespacio entre 2013 y 2017, con medidas como la desconexión de Internet en provincias concretas, la creación de «equipos de ciberguerra» o legislación, permitiendo al gobierno controlar las operadoras de servicios de telecomunicación. El resultado fue una sola protesta en el país en 2017, comparada con las 36 que hubo en 2014, cuando la oposición al régimen fue más intensa.