Increíble pero real. Lo reconoce el propio director de La Vanguardia, Jordi Juan, cuando en su nota diaria explica que sus hijos ya le han dicho que no le leen cuando el tema que aborda es la política catalana. Están hartos y les aburre. No es un estado de opinión excepcional, todo lo contrario. La mayoría de lectores cada vez se interesan menos por nuestra política cuando debería ser justo lo contrario. Y no hay para menos, los hechos protagonistas hacen lo imposible por generalizar el aburrimiento, el rechazo o, incluso, la indignación.
Ahora estamos viviendo una nueva crisis entre JxCat y ERC con reuniones y reuniones (sería bueno dar un coste económico a estas crisis a base de contabilizar las horas de reunión de unos personajes que cobran un riñón al mes; nuestro riñón). Ahora, JxCat considera que ni el secretario general, ni la presidenta, ni su órgano de dirección debían decidir si la expulsión de su vicepresidente al gobierno era motivo de rotura o no, y le pasaban la decisión a los militantes, ganando tiempo, renegociando con Aragonés, intentando salvar la cara y dejando la decisión para la próxima semana, cuando, en principio, los 2.000 militantes -de los más de 40.000 que llegó a tener Convergència- deciden. Además no está fijada la pregunta, así que los militantes decidirán sobre una cuestión que en estos momentos todavía no está formulada.
Mientras tanto en el colmo de la confusión, el debate de política general en el Parlamento continúa. Lo hace sin que nadie le otorgue la más mínima atención y dentro de una dinámica gobierno-oposición donde JxCat y ERC defienden los mismos puntos de vista ante los empujes de los que están fuera del gobierno. Más surrealismo imposible.
En realidad esta confusión de confusiones nace por lo que apuntábamos en un anterior punto clave que es sencillamente que dicen algo, pero en realidad opinan lo contrario y sus respectivos intereses están cruzados. Es ERC la que quiere fuera del gobierno a JxCat, al tiempo que pretende que sean ellos los que rompan, los que se marchen, para que así después no puedan ser acusados de nada cuando pacten con fuerzas no independentistas para seguir gobernando.
Por su parte JxCat no quiere irse y por eso hace todos estos papeles tan extraños. No tiene fuerzas para romper por una razón muy concreta, es un partido fino, numéricamente débil por el escaso número de personas que militan, que tiene su capital principal en unos alcaldes que, en estos momentos, solo piensan, legítimamente, en su reelección y que además internamente es bastante una olla de grillos, porque no tiene un programa de país bien definido, más allá de exclamar que “primero la independencia y ya después veremos que hacemos”. Esto hace que tampoco tenga especial aptitud para gobernar la autonomía. Con ese bagaje es evidente que está a la intemperie. Pasar a la oposición es muy complicado porque les exigiría un esfuerzo de transformación extraordinario con muchos números de no lograrlo con éxito.
A todo esto se le añade la debilidad, ahora evidente, del liderazgo de Turull. Procedente de la antigua Convergència que en un pasado no muy lejano era difícil ver en él a un líder fuerte, que es lo que precisamente hoy necesita JxCat por las condiciones en las que se encuentra. Atención, fuerte no significa histriónico, del tipo Borràs, sino capaz de marcar el camino y tener el carisma suficiente para que la gran mayoría quiera seguirlo.
Mientras, el tema central hoy en la política española, la fiscalidad, no existe en Cataluña cuando precisamente es la comunidad con la presión fiscal más elevada tanto por arriba como por abajo. Es una demostración más de que al menos en un sentido, los Països Catalans existen, porque ERC y JxCat permanecen en la luna de Valencia.