Entendámonos, las bicicletas son un buen sistema de transporte urbano a condición de que se entienda que es un recurso limitado, muy limitado, que no es apto para todas las edades y que, en la práctica y en el caso de Barcelona, se revela que sólo se utiliza para trayectos cortos. Según la encuesta del RACC, el 82% de los viajes tienen una duración inferior a 20 minutos, lo que significa que en un recorrido a pie el tiempo no superaría los 40 minutos como máximo.
El problema es que Colau la ha convertido, como casi todo lo que toca, en ideología sectaria y ha hecho de la bicicleta un símbolo intocable que ahora castiga a los ciudadanos, y especialmente a los peatones, que es uno de los grupos más mayoritarios. Circulan por donde quieren, sin casco ni ningún tipo de matrícula o identificación, lo que estimula la impunidad con poco control de la guardia urbana, sin seguro y con un exceso de carriles inútiles o peligrosos, como los de doble sentido. Además, la bicicleta no ha reducido el transporte en coche o moto, algo lógico si se tiene en cuenta lo que hemos dicho sobre el tiempo de desplazamiento. A quién ha afectado es precisamente al transporte público, que ya de por sí presenta una situación bastante deficitaria por la pérdida de viajeros, un problema que Colau aún acentuaría más con su alocado proyecto de tranvía por una de las zonas más densas de la ciudad.
Según la misma encuesta en el último año, 2020, y a pesar del cierre domiciliario de los primeros meses y la reducción de la circulación de todo el periodo, el 15% de los ciclistas manifiestan que han tenido algún accidente, y un 28% un susto. En términos redondos, la mitad de los que circulan en bicicleta necesariamente han pasado por una mala experiencia. Este hecho revela muchas cosas porque conlleva que habrá usuarios que tienen una fuerte sensación de inseguridad, y que, por tanto, siempre que puedan tenderán a protegerse, circulando por el territorio de los más débiles, la acera, y esta es una de las razones de la invasión.
La otra es sencillamente los que sacan jugo de manera poco respetuosa de la impunidad en la que vive instalado este sistema de transporte individual. No tiene sentido que se exija a patinetes una serie de requisitos y que estos mismos no se apliquen a una bicicleta, porque un ingenio mecánico de este tipo a 15 o 20 kilómetros por hora puede hacer mucho daño si atropella a un peatón. Además, no tienen problema en confesar en dicha encuesta que un porcentaje importante vulnera las más elementales normas de seguridad. Así el 36% admite que circula con auriculares, un hecho peligroso que está totalmente prohibido y que va en aumento, porque en 2018 esta cifra era 12 puntos menor, sólo el 24%.
Por si fuera poco, la cuarta parte de los que circulan en bicicleta reconocen que utilizan el móvil, lo que realmente tiene mérito si se considera que la persona tiene dos manos. Sea como sea, un buen gobierno de la ciudad ha de facilitar este transporte, pero a la vez debe regular y garantizar que no causa perjuicio a terceros ni a ellos mismos, porque un 16,5% de los siniestros han sido con otros ciclistas, la segunda cifra más alta según el tipo de implicación que se registra, mientras que una tercera parte, el grueso de los accidentes, lo han hecho solos. En definitiva, la mitad de los siniestros son de estricta responsabilidad de los mismos ciclistas, y esto también debería alertar.
La falta de ley y orden sobre estos conductores es total porque ante la elevada cifra de infracciones reconocida por ellos mismos, sólo han sido multados un 13%. En este escenario es lógico que continúe imperando en las calles gestionados por Ada Colau la ley de la selva.