China limita los abortos mientras Cataluña bate récords de interrupciones

Hace un siglo, cuando la mayoría del mundo todavía consideraba el aborto un crimen, solo dos regímenes lo legalizaron sin reservas: la Unión Soviética bolchevique y la China revolucionaria. No lo hicieron por ningún derecho femenino ni por ninguna proclamación de libertad individual, sino por motivos estrictamente productivos. El Gran Salto Adelante chino exigía mano de obra sin interrupciones; el embarazo era un obstáculo en la fábrica. La mujer, liberada de la cuna para ser esclava del turno.

Qué sarcasmo que, décadas después, la propia China que practicó millones de abortos forzados haya terminado limitándolos. Los ingenieros demográficos del Partido Comunista han descubierto que, después de tantos “logros”, el país se enfrenta ahora a un desastre biológico: demasiados abuelos, pocos bebés y un futuro que adelgaza como su tasa de natalidad.

El gobierno de Pekín, que un día obligaba a no tener hijos, obliga ahora a tener dos y si cabe tres. Desde 2021 la directriz oficial es “reducir los abortos no médicos”. Las provincias como Jiangxi han establecido prohibiciones a partir de las 14 semanas de gestación, extendiendo un laberinto burocrático de certificados médicos y autorizaciones para “proteger la salud reproductiva femenina”. Un giro que nada tiene de humanitario, sino de supervivencia nacional. El Estado que provocó el desierto demográfico intenta ahora replantarlo a toda prisa.

Mientras, a miles de kilómetros, en Catalunya, la historia corre en sentido inverso.

Aquí no existe planificación demográfica, sino una indiferencia alegre. Los números hablan solos y lo hacen con acento funerario: desde el 2018 muere más gente de la que nace. En el último año, 67.505 defunciones frente a solo 53.837 nacimientos, un saldo negativo de 13.668 personas. Y entre esos pocos bebés, la mitad tienen al menos un progenitor nacido en el extranjero.

En 2024 se registraron 21.761 abortos: el 40,4% de los nacimientos, la mayor proporción de Europa y unas de las mayores del mundo. En 2015 era del 31%. A este ritmo, Cataluña se ha convertido en un país que interrumpe casi la mitad de los embarazos, mientras cada criatura autóctona que no nace es sustituida, demográfica y económicamente, por cuatro o cinco nuevos inmigrantes. Entre la población de 25 a 40 años, más de la mitad ha nacido fuera. No es xenofobia decirlo: es estadística.

Cada aborto representa también una pérdida económica: unos 320.975 euros en capital humano por niño. En 2024, la suma de los abortos equivaldría a 6.985 millones de euros, un 2,2% del PIB catalán volatilizado a la nada. Un suicidio económico con rostro aséptico y discurso de libertad.

A nivel español, el proceso es igualmente inquietante.

La población activa autóctona ha disminuido en 55.600 personas, mientras que la nacida en el extranjero ha crecido en casi dos millones. Sustitución, no relevo. Y el gobierno, como si nada, prevé 2,4 millones de puestos de trabajo adicionales hasta el 2035, la mayoría destinados a nuevos llegados, entre 400.000 y un millón solo en Cataluña. Nadie parece preguntarse quién va a tener hijos, quién va a pagar las pensiones o quién va a sostener el país.

La diferencia con China es abismal: ellos han visto el peligro y han reaccionado, aunque sea tarde y mal.

Aquí, donde las cifras son peores, el debate es tabú. Muy pocos son los partidos con un programa de política familiar real, y desde luego ni Sánchez, ni Illa, ni Collboni quieren oír hablar de ello, ni una ley que convierta la maternidad en un proyecto colectivo y no en un acto de heroísmo solitario. El Estado financia el aborto, pero no ayuda a criar; regala píldoras, pero no guarderías; proclama derechos abstractos mientras deja la natalidad en caída libre. Hace pocos días los socialistas se opusieron a prácticamente todas las propuestas del PP a favor de la familia (si bien la mayoría salieron ganadoras por el voto del VOX, Aliança y Junts).

El resultado es un país que se desvanece lentamente bajo el maquillaje del progreso de boca. Cataluña, como tantos rincones de Europa, ha cambiado el futuro por los ideales de un presente sin hijos. Y mientras tanto, en Pekín, los planificadores que un día destruyeron generaciones se han vuelto evangelistas de la natalidad. El mundo gira, y las ideologías también: ahora son los comunistas quienes quieren más bebés y los progresistas quienes celebran que nazcan menos.

Quizá habría que mirar hacia Oriente, pero no para comprar coches eléctricos, sino para observar la lección más elemental de la historia: ninguna sociedad puede sobrevivir si liquida su descendencia. Y si incluso China —imperio de la ingeniería social— ha rectificado, ¿qué espera una democracia que ni siquiera se atreve a hablar de ello?

Catalanes, después de mirar sus motores, miren qué hacen con sus bebés. Y quizá, solo quizás, entenderemos que el futuro no se improvisa ni importa: se concibe.

China pasa de obligar a abortar a obligar a tener hijos. Y en Catalunya ni lo debatimos. #Natalidad #Aborto #Catalunya Compartir en X

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