Catalanes, no escandalizaros. O si quiere, escandalizarse un poco, pero sin exagerar, que siempre queda feo. Porque, al fin y al cabo, parece que hemos olvidado el principio más elemental de todos: el dinero que gastan los gobiernos —todo, desde el consistorio más pequeño hasta el palacio madrileño más iluminado— sale de nuestros bolsillos. De los bolsillos que se llenan lentamente y se vacían deprisa. De los bolsillos que se llenan trabajando y se vacían pagando.
Porque el fisco no espera. La vida tampoco.
Y, como si no fuera suficiente, tenemos esa inflación persistente, que es como ese invitado indeseable que llega tarde a la cena y se queda a dormir. Nos dicen: “¡Vamos bien, solo un 3%!”. Ah, ¿sí? Un 3% que se añade al 2,5% del pasado año, y al 4% del de antes, y al 5% del post-Covid. La aritmética es blanda para los poetas, pero es durísima para la gente normal. El resultado es una pérdida de capacidad de compra colosal. Gastamos lo mismo, obtenemos menos. Matemáticamente impecable; vitalmente ruinoso.
Por si fuera poco, llegan impuestos y tasas, que suben al ritmo de la inflación, es decir, suben solos, sin que nadie tenga que dar explicaciones. Es la magia del recaudador moderno: todo incremento es discreto, silencioso, y perfectamente justificable… hasta que te das cuenta de que pagas más por vivir peor.
Hace años que economistas de todos los colores piden deflactar los impuestos: ajustarlos a la inflación, es decir, que el Estado no se haga rico artificialmente. Pero ni el gobierno Illa ni el Gobierno Sánchez están por el trabajo. El objetivo es mucho más noble, solo faltaría: disponer del máximo dinero posible para redistribuirlo… cuanto mejor les parezca.
Recordémoslo: el poder sirve, sobre todo, a quienes lo tienen.
Y si, al menos, nuestros gobernantes gastaran con discreción, disciplina y sentido común, todavía haríamos un esfuerzo por sonreír. Pero no es el caso.
La barra libre institucional
Fíjese un momento en la prensa, la radio, los portales digitales. Publicidad institucional a raudales. Una fina lluvia de campañas públicas que no buscan informar, sino decorar. Anuncios de la Generalitat, del Gobierno de España, del Ayuntamiento, y de la Diputación… todos con el mismo objetivo: explicarnos lo bien gobernados que estamos.
Desgraciadamente para ellos, algunos todavía sabemos leer.
Ahora mismo, por ejemplo, llevamos días de campaña feminista. Cuando se trata de extender la bandera ideológica, hay barra libre, y la caja es grande. Siempre es grande cuando el dinero es de los demás.
Y ya que hablamos de dinero, no nos olvidemos del Gobierno Sánchez, que ha pactado con los funcionarios un incremento salarial de más del 11% en cuatro años, lo que no deja de sorprender si tenemos en cuenta que los salarios públicos ya superan en más del 50% los del sector privado. El poder crea su propio ecosistema: quienes dependen de él prosperan; quienes lo pagan —todos nosotros— hacen manos y mangas para llegar a fin de mes.
El mundo maravilloso de las subvenciones públicas
Hay grupos que son rentistas del presupuesto. Por ideología, por proximidad, por fidelidad. Están conectados a la máquina pública como un smartphone en el cargador.
Vea el caso —del todo ejemplar— de la Cooperación Internacional de la Generalitat, que ha regalado más de 38 millones de euros en proyectos tan necesarios como:
- 700.000 € para algo que se llama Nuevas miradas por la acción.
- 700.000 € más en resistencias globales.
- 852.000 € por resistencias en red (otra resistencia, pero más moderna).
- 1.000.000 € para otra ”resistencia” la del feminismo en África Occidental.
Y así vamos haciendo. Vea la tabla adjunta

Todo muy edificante, muy solidario y sobre todo muy lejano. El inconveniente es que estos millones salen de aquí, de nuestras facturas, y no de los monederos de quienes firman las resoluciones.
Los medios: la boca que no muerde la mano
Y, por supuesto, existe el otro gran pilar del sistema: los medios de comunicación subvencionados, que, por una extraña casualidad, acaban siendo muy amables con aquellos que los pagan.
Algunos datos sobre el último incremento anual
- RAC1: +265% de subvención en un año.
- La Vanguardia: +54% en un año.
- El Punt Avui: +47%.
- Diari Ara: +47%.
Luego alguien se extraña que el “relato” fluya con suavidad, que la crítica sea tibia, que los errores del gobierno queden amortiguados, o que la crisis de la peste porcina africana –por falta de control de los jabalíes– no tenga ahora responsable.
Una democracia sin control de caja
Nos han vendido que un presupuesto aprobado es sinónimo de buen gobierno. Pero el problema no es únicamente aprobarlo en tiempo y forma, cosa cada vez más infrecuente: es ejecutarlo con control, rigor y honestidad.
Aquí es donde la democracia catalana -y la española- hace aguas. El control presupuestario real no existe: Todo es un ejercicio de acompañamiento político, no de fiscalización.
Y luego se escandalizan porque el populismo crece. Como si fuera una seta. Pero no es una seta: es el resultado natural de una ciudadanía que ve como una minoría privilegiada vive del dinero público, de los subsidios, de las puertas giratorias y del carnet del partido. Y el resto se dedica a trabajar y pagar.
Catalanes, no escandalizaros. Indignaos, que es mucho más saludable.
El control presupuestario real no existe: Todo es un ejercicio de acompañamiento político, no de fiscalización. Compartir en X






