«Dios no me ha llamado a tener éxito, sino a ser fiel». Estas palabras de Santa Teresa de Calcuta sirven para sintetizar la actitud vital y espiritual de otra gran figura de la Iglesia contemporánea: Carlos de Foucauld, canonizado el pasado 15 de mayo.
En una época en la que muchos católicos oscilan entre el desánimo y la tentación de asumir corrientes de pensamiento y formas de vida claramente opuestas al seguimiento de Jesucristo, Carlos de Foucauld es un referente muy necesario.
Dios se ha valido de los conversos a lo largo de la historia de la salvación: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola o Edith Stein. Inmensas figuras que, ya adultos, vieron su vida renovada por la fe. La historia de la Iglesia no sería la misma sin los conversos, y hoy su vigor espiritual y determinación son más necesarios que nunca para afrontar los retos que el Pueblo de Dios tiene por delante.
La vida religiosa de Carlos de Foucauld es la máxima expresión de la pobreza espiritual en sentido evangélico y de la carencia de resultados visibles. En su etapa de quince años en el desierto de Argelia conviviendo con los Tuaregs parece que no logró ni una sola conversión. No pudo fundar la congregación que deseaba. Tampoco tuvo la muerte «gloriosa» de los mártires: fue asesinado por unos bandoleros. ¿Por qué su canonización es muy oportuna hoy para el cristianismo?
Carlos de Foucauld es un modelo de humildad en la fe y de radicalidad en la conversión. Estuvo años buscando a Dios, diciendo “Dios mío, si existes, ¡haz que te conozca!”. Y cuando lo encontró se le entregó plenamente: «Cuando creí que había un Dios, comprendí que no podía evitar vivir sólo para él: mi vocación religiosa data de la misma época que mi fe.»
Es un modelo también de vida interior, que él encontró en el silencio del desierto del Sáhara. No todo cristiano tiene la vocación del desierto ni de la vida en soledad, pero sin ratos de silencio interior no es posible la oración. Y, en palabras también del nuevo santo: «Sin orar, el hombre vive sólo en un universo bidimensional.»
Por último, es un ejemplo contemporáneo de lo que San Pablo alabó de Abraham, el padre en la fe: “Esperando contra toda esperanza, creyó.” (Romanos 4, 18). La lección que los católicos de hoy debemos aprender de Carlos de Foucauld es que no debemos preocuparnos por ir contra corriente, por ser cada vez menos relevantes socialmente o incluso perseguidos. No se trata de complacer al mundo, ni adaptarse al mismo. Se trata “sólo” de ser fieles a Jesucristo en el mundo y en la Iglesia que Él instituyó.
Nacido en Estrasburgo en una familia aristócrata, quedó huérfano a los seis años y fue confiado a su abuelo militar. Cuando éste murió, Carlos ya había ingresado en una escuela militar, donde empezó a llevar una vida desenfrenada. Su relación con una actriz de París le trajo críticas y problemas en el ejército, hasta que a los 22 años fue apartado “por indisciplina, acompañada de notoria mala conducta”. Luego Carlos y Mimi pasaron unos meses de vida regalada en Évian-les-Bains. Pero cuando él supo que su unidad luchaba en Túnez, regresó a París y pidió su reincorporación al regimiento de cazadores de África, la cual le fue concedida previo compromiso de romper definitivamente con su amante.
Más tarde Carlos renunció al ejército. Cuando ya se había gastado una parte importante de su herencia, sus parientes quisieron atarlo en corto y consiguieron que el juez le sometiera a un protector legal para disponer de su patrimonio. A los 23 años decidió dedicarse a hacer de explorador en Marruecos, país que recorrió haciéndose pasar por judío, para evitar la persecución que sufrían los cristianos. Como explorador recibió la medalla de oro de la Société Geographique de la France.
De regreso a Francia, con 28 años tiene una crisis espiritual y empieza a interesarse por la religión católica. A sus 30 años se convierte de la mano del padre Huvelin. A continuación, peregrina a Tierra Santa siguiendo el ejemplo de Francisco de Asís y de Ignacio de Loyola. Entra a formar parte de la Orden de la Trapa, primero en Francia, y poco después en un monasterio más pobre y austero en Siria.
Pidió que le liberaran de sus votos para poder seguir su vocación. Marcha a Nazaret, donde trabaja como sirviente de un monasterio de clarisas durante tres años. En 1901 regresa a Francia y es ordenado sacerdote. Se establece en el desierto del Sáhara argelino donde vive como un ermitaño, hace oración en silencio, ayuda a los necesitados y lucha contra la esclavitud. Vive con amazigs y tuaregs predicando no con palabras sino con su testimonio de humildad.
La vida de Carlos de Foucauld es digna de una gran película o de una serie a su altura: orfandad, vida militar, deriva pasional, crisis existencial y rebrote espiritual. Una persona que acaba rechazando los placeres, afanes y agitaciones terrenales para abrazar radicalmente la fe, la esperanza y la caridad. Un mensaje final también para los jóvenes desesperanzados por sus desaciertos y tropiezos en la vida: siempre es posible la conversión. ¡Venid, vosotros necesitáis la Iglesia y la Iglesia os necesita a vosotros!
Publicado en el Diari de Girona, el 6 de junio de 2022