Barcelona es la capital del feminismo europeo, la ciudad que más banderas violetas ha colgado, la que convierte cada 8 de marzo en una performance global. Y, sin embargo, es también la ciudad donde más crecen los delitos contra la libertad sexual. Los números no entienden de consignas: mientras otros delitos se reducen —hurtos, robos o agresiones comunes—, los abusos y violaciones siguen aumentando. La brecha entre discurso y realidad es tan profunda que ya se puede ver desde el espacio.
Han pasado veinte años de políticas feministas duras, leyes históricas, observatorios, institutos y planes integrales contra la violencia de género. Pero el balance es brutal: la violencia sexual no ha disminuido, sino que se ha desbordado, especialmente la que afecta a menores de edad. El fracaso es tan evidente como el silencio político que le acompaña. Ningún partido de gobierno —ni central ni autonómico— se atreve a revisar nada; todos insisten en «más de lo mismo». Como si la repetición fuese una forma de justicia.
En Barcelona, la paradoja es más desgarradora. La ciudad es referencia mundial del feminismo institucional: alcaldesa y alcaldes, concejalas y programas con millones de euros invertidos en prevención, sensibilización y formación. Pero la realidad es tozuda. Las agresiones sexuales no solo no han bajado, sino que han aumentado hasta situarse entre los delitos con mayor crecimiento continuado.
El feminismo de consigna, que creía que el cambio cultural era suficiente, se encuentra con una generación que ya ha crecido bajo esta cultura y empieza a rebelarse contra ella. Los datos policiales y los estudios sociológicos apuntan a que parte de los nuevos agresores son jóvenes formados en entornos teóricamente sensibilizados. La pedagogía ha perdido su poder de contención: los mensajes han llegado, pero no han transformado la conducta.
Las explicaciones oficiales hablan de «mayor conciencia», «más denuncia», «efecto estadístico». Cierto en parte, pero es una coartada insuficiente. Los expertos en criminología y sociología apuntan otros factores que la política ignora:
– la hipersexualización digital y el acceso precoz a la pornografía violenta;
– la ruptura de los modelos familiares estables;
– la falta de educación afectiva real;
– y la pérdida de autoridad de la escuela y la ley.
A todo esto se le suma una inmigración desordenada que, en muchos casos, proviene de culturas con una visión desigual del papel de la mujer. No es políticamente correcto decirlo, pero la realidad estadística no pide permiso.
Mientras en Polonia se han aplicado leyes estrictas, penas más altas y un discurso social claro sobre la responsabilidad, en España se ha optado por la simbología y el relato. Los resultados están a la vista: la retórica ha sustituido a la protección.
El problema más grave no es el fracaso, sino la negativa a admitirlo. Cada nuevo informe que muestra el aumento de las agresiones se recibe con más campañas, más ministerios, más eslóganes. El feminismo institucional se ha convertido en una burocracia autosuficiente que no mide resultados, solo discursos. Tanto es así que el Informe anual sobre delitos contra la libertad sexual del Ministerio del Interior referido a 2024 aún no se ha publicado a estas alturas de 2025. Deben estar ajustando los datos.
El silencio frente al crecimiento de los abusos a menores es especialmente grave. La Fundación ANAR confirma que las agresiones sexuales a niñas y adolescentes se han multiplicado en los últimos años. El libro El Chivo expiatorio la Pederastia en la Iglesia y la Sociedad muestra, usando todas las fuentes disponibles, la magnitud de la tragedia, sin embargo, la clase política responde con la misma liturgia verbal: “Ni una más”, “Tolerancia cero”, “Educación y respeto”. Palabras que no frenan delitos.
España ha logrado lo que parece imposible: tener más leyes que nunca sobre igualdad y más violencia sexual que nunca. Es la gran paradoja de una época que confunde pedagogía con protección y gesto simbólico con efectividad.
El futuro solo puede pasar por una revisión honesta. Para reconocer que el modelo vigente no funciona, que la prevención se ha convertido en propaganda, y que la seguridad y la justicia no pueden estar subordinadas a la corrección política.
Barcelona, capital del feminismo, vive hoy una realidad que ya no puede esconderse bajo pancartas violetas. Y la pregunta es inevitable: ¿cuántas violaciones más serán necesarias para que alguien admita que se han equivocado?
Ningún clamor político para revisar el fracaso. Silencio violeta. #FeminismoInstitucional #CrisisSocial #Barcelona Compartir en X






