Halloween: del misterio sagrado al marketing del terror

Hay fiestas que cuentan más de nuestro tiempo que mil tratados de sociología. Una de estas es Halloween.

La noche del 31 de octubre, que había sido la víspera solemne de Todos los Santos, era originariamente una jornada de oración y esperanza. Su nombre mismo, Halloween, proviene de All Hallows’ Eve, la “víspera de Todos los Santos”. En el calendario cristiano formaba parte del ciclo de Allhallowtide : tres días para recordar a los difuntos. El 31, la víspera; el 1 de noviembre, Todos los Santos; y el 2, la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Era un tiempo de silencio, memoria y fe.

Sin embargo, hoy la cosa ha cambiado tanto que cuesta reconocerla. El recogimiento ha sido sustituido por el maquillaje fluorescente y el respeto por la muerte por un estallido de plástico. En lugar de rezar por los difuntos, nos disfrazamos de ellos. En lugar de lucecitas de esperanza, ponemos luces de neón. Y en lugar de almas, calabazas vacías.

De Samhain a Hollywood

Todo viene de lejos. Los antiguos celtas celebraban el Samhain, el fin de la cosecha y el comienzo del invierno. Aquella noche, decían, el velo entre el mundo de los vivos y el de los muertos adelgazaba tanto que los espíritus podían dar un paseo. Con la llegada del cristianismo, la fe no eliminó estas costumbres, sino que les dio sentido: donde había miedo, puso esperanza; donde había superstición, puso oración.

Pero, como ocurre a menudo, las buenas intenciones tuvieron un largo viaje. Los inmigrantes irlandeses y escoceses llevaron la fiesta a América, y allí el cristianismo se quedó en la aduana. En una sociedad industrial, plural y laica, la víspera se convirtió en ritual social. Los niños pedían dulces, los adultos se disfrazaban y el silencio se transformó en ruido.

Luego, Hollywood hizo el resto. Lo que había sido una oración se convirtió en un blockbuster. El misterio de la muerte se convirtió en entretenimiento. Y el alma, en audiencia.

La pérdida del sentido simbólico

Halloween es la versión posmoderna de la procesión de los muertos, pero sin procesión ni respeto. Donde antes había belleza y serenidad, ahora hay sangre de cartón y disfraces de supermercado. Las calaveras ya no recuerdan nada, solo venden productos.

No es solo una evolución cultural: es una inversión completa de valores. Donde había fe, hay sarcasmo. Donde había silencio, hay gritos. El mundo moderno, incapaz de afrontar la muerte, se ríe para no llorar. Y entre carcajada y carcajada, ha perdido profundidad.

En la liturgia de Todos los Santos, la muerte era paso y promesa. En Halloween, es máscara y negocio. La muerte ha dejado de ser misterio para convertirse en disfraz. Y si antes servía para pensar, ahora solo sirve para vender.

Una mirada filosófica

El Halloween moderno es una fuga estética ante la muerte. Antiguamente, recordar a los difuntos era un acto de humildad: memento muera, recuerda que vas a morir. Hoy, en cambio, disfrazarse de muerte es una forma de esconderse. Jugamos con la muerte para simular que no nos afecta. Pero, como ocurre con todos los juegos, el resultado está vacío. La ironía permanente se ha convertido en el nuevo dogma occidental. Y, paradójicamente, la cultura que no sabe llorar a sus muertos acaba por banalizar la vida.

El mercado del terror

Ninguna otra fiesta retrata tan bien el poder del consumismo. Halloween mueve miles de millones de euros cada año: disfraces, golosinas, decoración y todo tipo de artefactos de plástico. Lo que era un rito es ahora un anuncio televisivo. La oración ha sido sustituida por la campaña de marketing.

El consumo ha ocupado el lugar del culto. Las casas se convierten en cementerios de cartón; los niños aprenden a pedir caramelos como si fueran limosnas ritualizadas; los adultos se apuntan sin preguntarse por qué. Y así, el vacío se llena con luces y productos, y todo el mundo queda tan tranquilo.

Otras tradiciones: la memoria y la ternura

En cambio, en muchos países de tradición católica —España, Italia, Latinoamérica—, todavía hay otro tono. Los cementerios se llenan de flores, las familias visitan a sus muertos y el recuerdo conserva un aire de ternura.

El caso de México es particularmente revelador: el Día de Muertos es festivo, sí, pero respetuoso. Allí la muerte se celebra, no se bromea. La estética no es del horror, sino del cariño. Es una forma de afirmar que los muertos todavía forman parte de los vivos, y que el amor es más fuerte que el tiempo. En nuestro país se mantiene viva la celebración de Todos los Santos y la tradición de la visita al cementerio, pero la ola comercial de la monstruosidad y la fealdad arrasa con todo.

Halloween, como hoy se vive, es la imagen más fiel de una civilización que ha vaciado de sentido sus símbolos. Nacida como una noche de oración, se ha convertido en una noche de máscaras. Lo que era recuerdo, ahora es desfile.

No se trata de prohibir la fiesta ni de condenar la diversión —¡Dios guárdenos!— sino de recordar que el ser humano necesita ritos verdaderos, no espectáculos. La belleza del recuerdo, el respeto ante la muerte y la esperanza en la vida eterna son valores que ninguna calavera de plástico puede sustituir.

Quizás algún día entenderemos que el verdadero antídoto contra el terror no es reírse de la muerte, sino amar la vida. Mientras, podemos seguir llenando las calles de fantasmas de plástico y pensar que esto nos hace modernos. Será el precio del progreso.

En la liturgia de Todos los Santos, la muerte era paso y promesa. En Halloween, es máscara y negocio. La muerte ha dejado de ser misterio para convertirse en disfraz. Y si antes servía para pensar, ahora solo sirve para vender… Compartir en X

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