Hay líneas rojas que una redacción no debería traspasar. La viñeta publicada en La Vanguardia —firmada por Kap— con el texto “Darrer adeu a Charlie Kirk” y el recurso de unos hombres armados de aspecto patibulario para ilustrarlo; uno de ellos, con el gorro rojo del MAGA, es uno de ellos. El mensaje es transparente: asociar al muerto con la violencia que lo mata y sugerir, de paso, que “quien a hierro mata, a hierro muere”. Es una licencia que no es sátira; es coartada moral. Y cuando esto ocurre en primera línea de un gran diario, no se puede considerar un chiste fuera de tono, sino de una quiebra editorial.
Empecemos por los hechos, porque son tests de estrés para cualquier discurso. Charlie Kirk, activista conservador y cofundador de Turning Point USA, fue asesinado el 10 de septiembre en la Utah Valley University en pleno acto público. La magnitud de la reacción posterior -funeral multitudinario en Arizona, con el presidente Trump presente- da el tamaño del impacto social y político del crimen, así como del riesgo de escalada de violencia en una democracia fatigada. Esto no es opinable: es el registro de la realidad.
Más aún: el eco internacional vino acompañado de un toque de alerta sobre nuestra capacidad de contención cívica. En la sede de Naciones Unidas, varios dirigentes condenaron como “macabra” la respuesta de algunos sectores que celebraron la muerte, señalando el peligro de una cultura pública que trivializa el asesinato si encaja con los prejuicios propios. Es una advertencia que interpela a todos, pero de manera particular a quienes editan y publican.
La sátira tiene una misión noble: pinchar la vanidad del poder, exagerar las contradicciones, visibilizar el ridículo. Puede ser mordaz, incluso cruel, y seguir siendo legítima. El problema nace cuando el gag no apunta al poder sino que justifica el crimen; cuando no cuestiona ideas, sino que deshumaniza al discrepante difunto y convierte en “merecida” su muerte. Ésta es exactamente la deriva de la viñeta que analizamos: transformar un asesinato político —así calificado por las autoridades— en una especie de simetría moral donde víctima y verdugo se confunden.
“¿No hay humor sobre muertes?” Sí, los hay; y bien puede ser una medicina amarga contra la sacralización oportunista. Pero el humor de calidad opera por inteligencia, no por insinuación culpabilizadora. El chiste del “adiós” no ilumina ninguna hipocresía: proyecta un estereotipo (MAGA igual a armas, armas igual a violencia, violencia igual a ‘se lo ha buscado’). Y esto, además de éticamente reprobable, es informativamente tramposo. No hay ninguna evidencia de que Kirk promoviera ataques armados; lo que sí había -y es lícito discutir- es una defensa de la Segunda Enmienda y un activismo combativo en la arena cultural estadounidense. Mezclar esto con la bala que le mató es una falacia de asociación culpabilizadora.
El periodismo -también el humor gráfico que el diario patrocina- tiene unas responsabilidades mínimas cuando la sangre todavía está caliente.
Primera: distinguir entre crítica y blanqueo de la violencia.
Segunda: evitar convertir al muerto en excusa pedagógica para sermonear a los vivos (“mirad qué pasa cuando defiende X”).
Tercera: no normalizar el marco mental según el cual un asesinato puede leerse como un desenlace “coherente” con las ideas de la víctima.
Estos tres mínimos se han vulnerado.
Alguien dirá: «Es solo un dibujo». No. En un diario de gran alcance, una viñeta es editorial en miniatura: condensa un relato y lo distribuye con la autoridad de la cabecera. Cuando este relato sugiere que el asesinato de un adversario ideológico es, al menos, comprensible, el medio no satiriza; participa de un clima. Y este clima —lo hemos visto demasiadas veces— es combustible para nuevas violencias, para nuevos silencios selectivos, para nuevos “es que…”. Es el equivalente de lo del País Vasco en tiempos de ETA, «algo habrá hecho»
También hay dos varas de medida a señalar. Imaginemos la misma composición gráfica cambiada: un progresista asesinado y, al otro lado del ataúd, figuras grotescas que le vinculan a la violencia de su entorno. ¿Cuántas horas tardaría en estallar la indignación —justificada— contra la deshumanización? ¿Por qué debería valer menos la dignidad de un activista conservador? Si la respuesta depende de la bandera, no hablemos de principios, sino de etiquetas.
No se trata de blindar a nadie de la crítica. Se trata de sostener un pacto civil: las ideas se combaten con ideas; los delirios, con datos; las falsedades, con información; y los crímenes, con justicia. Cuando un medio deshace ese pacto para hacer un chiste fácil, no solo falla a la familia del fallecido: falla a su audiencia, erosiona la confianza en la prensa y alimenta el mismo sectarismo que dice combatir.
Habrá quien encuentre una tormenta en un vaso de agua. Pero si el periodismo es lo que decimos que es, filtro, diálogo, exigencia moral con los hechos, banalizar la muerte del discrepante es el camino más corto a nuevas muertes.
La conclusión es sencilla e incómoda: aquel “Adiós a Charlie Kirk” no es humor negro; es una forma blanca de decir que, para algunos, la bala tenía contexto. Y eso, viniera de dónde viniera la víctima, es inaceptable.
No se puede blanquear la bala con metáforas: la dignidad del fallecido no tiene etiqueta. #CharlieKirk #La Vanguardia Compartir en X