Ahora que la tragedia de los incendios ha quedado atrás —y con ella, en buena medida, las pasiones que desatan— es el momento de mirar de frente la realidad: España es un estado fallido en materia de incendios forestales. El problema central que vivimos hoy es doble.
Primero, la situación de nuestros bosques y, en una perspectiva más amplia, del medio rural.
Segundo, un fallo garrafal en la concepción de la extinción ante fuegos que, por condiciones materiales cada vez más adversas, se convierten en fenómenos virulentos. El Gobierno presume de más aviones y más de todo que nadie; precisamente por eso demuestra que emplea mal los recursos: tanta potencia para mantener una estrategia equivocada.
Si no se abordan de inmediato estas dos cuestiones, la realidad rural-forestal y la revisión de arriba abajo del modelo de lucha contra el fuego. “Incendios provocados” ha habido siempre; lo nuevo es que hoy las condiciones para su explosividad son mejores. Y “hoy” no es solo este verano: hablamos, como mínimo, de los últimos siete años, el periodo en que gobierna Pedro Sánchez. Si tras unos 2.600 días al frente del país descubre que necesita un “pacto de Estado” para que no se quemen los bosques, lo que queda probado es la ineptitud del presidente y de su equipo, ministros incluidos.
Un Estado rico que no llega
España presenta una paradoja poco frecuente en Europa: es un Estado “rico” en recursos y pobre en resultados. Recauda como nunca —a costa de una cuña fiscal asfixiante, por encima de la media europea— y ha gestionado los millonarios fondos Next Generation, una lluvia de dinero comparable, en poder equivalente, a la que Alemania recibió con el Plan Marshall.
¿Para qué? Para exhibir una inoperancia clamorosa en situaciones críticas. Sucedió con la DANA en Valencia y con su reconstrucción: respuesta tardía, insuficiente y sin asumir la función principal del Estado, la de cargar con la responsabilidad cuando el daño supera las posibilidades de comunidades y municipios. Con excepciones históricas de financiación como País Vasco, Navarra y, dentro del régimen común, Cantabria, el resto navega en precariedad. En la Comunidad Valenciana, la insuficiencia es brutal y acumulada.
La cuestión se repite ahora con los incendios, a escala mayor. Con frentes simultáneos en al menos ocho provincias y comunidades como Extremadura, Castilla y León, Galicia y Valencia, el Gobierno estuvo ausente: sin prevención a pesar de previsiones meteorológicas adversas, y sin acción a la altura de un Estado. Se refugió tras la UME, útil, pero manifiestamente insuficiente cuando la simultaneidad multiplica los focos.
Política antes que país
¿Qué pueden hacer medios autonómicos, por muy dignos que sean, ante frentes de 20 o 30 kilómetros azuzados por calor, viento y sequedad extrema?
El Estado jugó al pasotismo por dos razones que se retroalimentan: una, el poder territorial del PP, que convierte a los ciudadanos en “suyos” y “nuestros”; dos, la ausencia de previsión y recursos estatales para emergencias de este calado. Las instituciones llamadas a prevenir y coordinar fallaron antes y durante la DANA —caso del barranco del Poyo— y ahora lo multiplican con los incendios.
Esto no quita la responsabilidad de los gobiernos autónomos; es una evidencia que no se puede tener un buen sistema de prevención y lucha, con contratas de personal a terceros en verano. Parecería escandaloso si se tratara de la policía; lo es en el caso de los bomberos. Sin un cuerpo permanente de estos y sin una guardería forestal adecuada, no hay solución, como no la hay sin control del territorio, que en Cataluña, por ejemplo, proporcionan las Agrupaciones de Defensa Forestal (ADF).
La pregunta primera es que se debe hacer y la segunda que se necesita para hacerlo. Y a partir de ahí y en lo que falte reclamarlo al gobierno del estado. Pero ahora, no cuando todo arde, porque llegará tarde y será insuficiente.
La impunidad del error
Todo esto es hija directa de la COVID-19. La gestión fue de las peores de Europa si se ponderan muertes y ruina económica. Jamás se rindieron cuentas ni se sometieron los errores a examen. Al contrario: uno de los máximos responsables, Salvador Illa, fue ascendido en el podio por la alquimia entre directriz política y poder mediático. La oposición del PP tampoco quiso abrir esa caja: también le salpicaría. Muerto el escándalo, muerto el perro. Pero la falla del Estado no ha desaparecido: se ha enquistado y reaparece cuando hay ocasión, cuando hay catástrofes.
Mientras tanto, la metástasis sigue: el desorden crónico de RENFE; la quiebra del deber estatal de gestionar la inmigración con criterios de bien común; la impotencia, disfrazada de “acogida solidaria”, que se traduce en hostilidad contra quien señale el problema. En esta última materia, VOX cumple su función de ariete retórico: su agresividad e incontinencia regalan coartadas al Gobierno. ¿Hace falta un ejemplo del nivel de ineptitud? La incapacidad para trasladar desde Canarias a la península a unos pocos cientos de menores inmigrantes. Si el Estado no resuelve eso, ¿en qué podemos confiar cuando lleguen problemas mayores?
Y vendrán: criminalidad organizada, presión migratoria masiva y sostenida, una economía de baja productividad a pesar del diluvio de dinero público, grietas en autopistas y ferrocarriles, daños climáticos en cadena… y, por supuesto, cisnes negros.
El núcleo del desastre
España no está preparada para los incendios forestales, y menos para los grandes: aquellos que superan las 500–1.000 hectáreas y cada vez destruyen más viviendas y dañan más poblaciones. Falta visión política sobre la magnitud del problema —antes se atenuaba porque no todos los veranos tenían el mismo riesgo; eso ya es historia— y falta estrategia: qué hacer, cómo y cuándo. La “transición ecológica” diseñada por urbanitas dogmáticos ignora efectos colaterales como la erosión silenciosa y catastrófica del suelo fértil, un patrimonio que se pierde sin ruido.
Quizá con la única excepción parcial de Cataluña —que ha avanzado en prevención, pero carece de respuesta para megaincendios— España vive a merced de la meteorología. Las autonomías no disponen de medios ni financiación para este nuevo y costoso embate, fruto de la transformación ambiental, agraria, forestal y demográfica. Y el Estado, último recurso, habita la triple combinación de ignorancia, imprevisión e impotencia.
Del vicio como sistema
Lo peor no es el error: es el hábito del error. Aristóteles definió el vicio como desorden en la acción; Tomás de Aquino lo vio como hábito que inclina a elegir mal; MacIntyre lo entiende como corrupción de la práctica, cuando se subordina el bien interno —hacer bien lo que hay que hacer— al externo —poder, dinero, fama—. España se ha instalado en ese vicio: la sinvergonzonería convertida en sistema. Por eso, como antes con la COVID o la DANA, los incendios han desnudado la asimétrica fallida del Estado.
Dos tareas inaplazables
La salida no requiere inventar la pólvora, sino cumplir con lo básico: reconstruir la política forestal y rural —gestión activa, mosaico agroforestal, repoblación humana del territorio— y rediseñar de la A a la Z el modelo de extinción basado primero en la detección anticipada, rápida y la intervención inmediata, y el control del territorio, y cuando esto se rompe entra en juego la guerra de posiciones, los módulos o mosaico forestal, que impiden por su discontinuidad que se formen grandes frentes y que se quemen más que un máximo previamente establecido de hectáreas en el peor de los casos.
Esto y disponer a rajatabla de perímetros de protección en pueblos, caseríos y casas. No disponer de ello, ahora se ha visto claro, es una tragedia y una ruina. Si no se hace ya, el país seguirá ardiendo. Y no será mala suerte: será irresponsabilidad.
La DANA, la COVID y ahora los incendios: cada catástrofe desnuda la impotencia del Estado. #España #EstadoFallido Compartir en X