El filósofo Jean Jacques Rousseau (1712-1778) ha sido protagonista de dos representaciones del festival Temporada Alta 2024 de Girona. Es una elección interesante porque sus ideas han dejado huella en nuestra sociedad posmoderna. El filósofo nacido en Ginebra vivió en pleno Siglo de las Luces, una época precedida por la revolución antropocéntrica del Renacimiento, y el subjetivismo filosófico de Descartes y religioso de las reformas luterana y calvinista.
Anticipándose en un siglo al romanticismo, en las primeras obras de Rousseau encontramos una primacía del sentimiento sobre la razón. Éste es también un rasgo distintivo de nuestro tiempo respecto a la modernidad vigente hasta hace pocas décadas. Contrariamente al resto de los pensadores de la Ilustración, para el filósofo ginebrino la cultura, las artes y las ciencias, no sólo no han ayudado a mejorar las costumbres, sino que las han corrompido. Tiene una visión ingenuamente optimista de la naturaleza humana, y muy pesimista de la sociedad que se ha erigido en torno a una cultura artificiosa, a la privatización de la propiedad y a la desigualdad que ha provocado.
Rousseau confía en la bondad originaria del sentimiento puro, fijando su referente ideal en un hipotético estado de naturaleza. Desconfía de una Ilustración entregada a la razón pero que se olvida de lo más importante: el conocimiento del propio hombre. En la medida en que éste se aleja de sí mismo aumentan las falsas necesidades que le imponen los demás, la vanidad y la envidia. En nuestro tiempo de consumismo y redes sociales este diagnóstico de hace más de dos siglos puede resultarnos cercano.
Rousseau idealiza la infancia y la contrasta con todo lo que rechaza del hombre adulto y mal socializado. Éste, en la educación, no debe ser el modelo a imitar por el niño, sino que es el niño el que muestra al adulto lo que debe llegar a ser. Esto lleva a la llamada “educación negativa”: no instruir al niño en todo lo que puede aprender por sí mismo, dejarle que siga su instinto y experimente por sí mismo, dejarle crecer sin los prejuicios, costumbres y conocimientos de los adultos. Está clara la influencia de Rousseau en la pedagogía que se ha venido aplicando estas últimas décadas, cuyos resultados hoy se cuestionan.
Tanto en los textos declamados por Jordi Boixaderas, como en “La Disputa” formidablemente interpretada por Josep Maria Flotats y Pep Planas, se menciona que el filósofo entregó cada uno de sus cinco hijos al hospicio a medida que iban naciendo, donde recibieron «una educación severa pero justa, como en la República de Platón». No sabemos si esa renuncia a hacer de padre responde a una conveniencia personal o tiene que ver con su idea de que la paternidad es un privilegio social contrario a la igualdad.
Con el objetivo de superar los males que observa en la sociedad, el Rousseau más maduro da un salto desde el puro individualismo y la inocencia de su añorado estado de naturaleza, a la confianza ciega en el imperio de la voluntad general representada en la ley. En virtud del Contrato Social, cada individuo ya no debe someterse hacia otro sino que debe ceder sus derechos a favor de la comunidad, renunciar a sus intereses egoístas a favor del bien colectivo.
Lo que acaba proponiendo es un radical igualitarismo y una total colectivización de la sociedad, incompatibles con cualquier intermediación familiar, religiosa, asociativa, ni de ningún tipo entre el individuo y el estado democrático soberano. La soberanía representada en la voluntad general del cuerpo social es inalienable, indivisible, infalible y absoluta. A diferencia de Montesquieu, Rousseau no es partidario de la separación de poderes. Tampoco lo son en la práctica muchos de nuestros gobernantes actuales, pero más por las luchas partidistas que por respeto a la soberanía indisoluble del conjunto del pueblo. En la sociedad que propugna Rousseau no hay sitio para los intereses particulares, ni para los partidos, entidades o grupos de presión que les representan, por ser todos estos contrarios a la dictadura de la mayoría. Por estas razones, se puede considerar a Rousseau como un precursor de Marx.
Así legitima también la omnipotencia de las leyes, otro rasgo característico de la posmodernidad. No sabemos si Rousseau podía llegar a imaginarse que esta soberanía absoluta del legislador acabaría negando incluso la máxima del constitucionalismo inglés según la cual “el Parlamento puede hacerlo todo menos convertir a un hombre en mujer”. Pero ésta es la pretensión de las leyes de principios del siglo XXI.
Quizás en el siglo XVIII no era concebible el grado de relativismo moral y de nihilismo que dominan en la sociedad posmoderna. Y al ingenuo de Rousseau le pasó por alto lo que podía llegar a hacer un legislador sin unos principios prepolíticos o de derecho natural a los que atenerse. También quedaría sorprendido si viera como en nuestro tiempo la voluntad general expresada en los parlamentos a menudo hace prevalecer las pasiones e intereses particulares minoritarios por encima del bien común de la mayoría. Rousseau es la confirmación que de los románticos y de los que no tocan con los pies en el suelo no suelen salir buenas propuestas políticas. Y esto es también aplicable a la política catalana del siglo XXI.
Publicado en el Diari de Girona el 25 de noviembre de 2024