Es evidente que hay un rechazo generalizado e intenso a los partidos y a la forma en que se hace la política. A menudo, se confunde con «la Política», cuando tan sólo se trata de lo que están haciendo los partidos. La política es mucho más ancha, ya que expresa toda actividad dirigida a construir el bien común, es decir, «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección». Esto es la política… o debería serlo.
La responsabilidad del rechazo recae en los partidos; por lo menos, eso dicen las encuestas, que ya señalan la política como el principal problema para la gente. ¡Mira por dónde! Lo que, en teoría, debería servir para mejorar las cosas, es un gran problema; más o menos como si el médico contribuyera a extender la enfermedad en lugar de controlarla y curarla.
Sin embargo, asignar toda la responsabilidad a los partidos y gobiernos es incompleto. Una parte muy importante recae en nosotros, los ciudadanos, pero no lo asumimos, puesto que somos exigentes hacia los demás e indulgentes con nuestras propias carencias. Nos refugiamos en la crítica estorca de acción y propósito.
La ciudadanía en general no está informada sobre la política real, más allá de los reproches que se lanzan los políticos. Hay que decir que no es fácil estarlo, puesto que los medios de comunicación, más atentos al escándalo que a los contenidos, no ayudan. Sin embargo, con un poco de buena voluntad se puede forjar criterio.
Por supuesto, esto sería más sencillo si las personas formaran parte de clubes, grupos cívicos o círculos de debate político, que les faciliten el acceso a un mejor conocimiento. Esto, en nuestro país, apenas existe. Fuera de la vida endogámica de los partidos, poco más que no sean plataformas a su servicio. Por eso tiene tanto interés Converses en Cataluña, un ámbito de reflexión y opinión, porque no está casado con ninguna sigla política.
Dado el poco interés y seguimiento de la práctica política y de la acción de gobierno, no hay estímulos ni incentivos para gobernar bien. Si no hay un mínimo de público entendido, la práctica de un ámbito —sea un deporte, teatro o política—degenera. El resultado es bien visible: falta un seguimiento crítico, exigente y bien informado. Sin embargo, nunca recuperaremos el buen gobierno, ya que el paso del tiempo ha agotado la hornada más o menos idealista y bien preparada de la transición.
Si queremos un buen gobierno, necesitamos una sociedad civil fuerte y no partidista, que se manifieste a través de organizaciones independientes, cuya finalidad sea la búsqueda del bien común sin ánimo de beneficio propio. Ésta es una debilidad muy acusada en España: en 2018 sólo el 32% de la población pertenecía a algún tipo de asociación y, de este porcentaje, la mayoría pertenece a entidades deportivas. En 1990, esa cifra era del 73%.
Cataluña siempre ha tenido una gran tradición asociativa, pero con el paso de los años, y a lo largo de este siglo, se ha ido homogeneizando con España en ese déficit.
Por si la debilidad no fuera suficiente, existe una tendencia extraordinaria de que las organizaciones de la sociedad civil se confundan con la política partidista, lo que sólo favorece el aumento de la partitocracia y del mal gobierno. De hecho, los partidos políticos tienden cada vez más a realizar funciones de activismo, cuando deberían estar centrados en el debate interno de las políticas públicas, a transmitirlas a la opinión ciudadana y a canalizar de forma ordenada sus puntos de vista. Ésta es su función fundamental y lo que justifica su existencia.
La política de partidos ocupa toda la esfera pública, incluidos los medios de comunicación, que viven en una permanente relación de amor-odio con los partidos: de amor con aquellos que siguen la línea del diario, la televisión o la radio, y de odio hacia los contrarios. Hoy, este cáncer mediático corroe a la sociedad y asfixia a las organizaciones de la sociedad civil, que no tienen espacio público para hacerse presentes porque los medios las desprecian, sobre todo si son independientes o contrarias a la línea de ese medio.
Es necesario crear un espacio lo más fuerte posible de carácter cívico, que exprese los puntos de vista de la sociedad civil en la vida pública, que los haga llegar a los partidos y al conjunto de la ciudadanía, que proponga iniciativas, que se mueva para exigirlas, que cree conciencia de estas exigencias. Una de estas necesidades es que Cataluña disponga, de una vez por todas, de un sistema electoral propio en lugar de utilizar una normativa española de carácter provisional elaborada durante la transición. Necesitamos un sistema electoral que ponga a los ciudadanos, los electores, en primer término y les dé una verdadera capacidad de decidir.
Una organización civil fuerte y no partidista debe ser capaz de alzar la voz sobre cuestiones que en muchos momentos molestarán a los gobiernos o serán indeseadas por las dos bandas de la banqueta, gobierno y oposición, como sucedió con la falta de rendición de cuentas con el desastre de la COVID, algo que se puede reproducir con la tragedia valenciana. Porque, al final, unos y otros prefieren no dañarse mutuamente.
Por todo ello, la Conferencia Cívica de Acción Política (CCAP) de 14 de diciembre es de gran interés e importancia, porque pretende dar respuesta al deterioro de la política, a las ineficacias de los gobiernos y a la debilidad de la sociedad civil. Se trata de que nos encontremos personas con vocación de servicio, hoy interesadas en la construcción del bien común de nuestro país.