Este octubre se cumplirán 90 años de un hecho insurreccional contra la República, o contra el gobierno, dependiendo de cuál sea la tesis del historiador que escojamos. En cualquier caso, fue una insurrección clara, llevada a cabo desde las filas de aquellos que apoyaban al nuevo régimen.
En Catalunya, lo que ocurrió es conocido como los hechos de octubre o el 6 de octubre, porque aquí la insurrección fue breve y poco efectiva. Cataluña fue uno de los pocos lugares, junto con Asturias, donde se desarrolló hasta el extremo la estrategia liderada por el PSOE y UGT, que tenía como objetivo derrotar al gobierno democrático surgido de las elecciones de 1933. En este caso sin embargo, el planteamiento liderado por Companys y ERC se desvió hacia una línea nacionalista, consistente en la proclamación del Estado catalán dentro de la república ibérica.
En Catalunya, el hecho duró tan poco y convocó tan pocas adhesiones que, afortunadamente, no dio lugar a importantes enfrentamientos con el ejército. Desde la perspectiva del catalanismo, el 6 de octubre siempre se ha visto más como una hazaña de Companys, cercana al ridículo —por tanto, mejor no recordarla demasiado—, que como un acontecimiento histórico importante. Pero, a nivel español, la dimensión fue otra. Sobre todo en el caso de Asturias, que tuvo una dimensión trágica por el nivel de los enfrentamientos, las muertes y la destrucción. Los mineros, principales protagonistas de la insurrección, bien organizados y armados, se opusieron inicialmente de forma violenta y, después, ofrecieron una gran resistencia a la intervención de los cuerpos policiales y del ejército, en parte desplazado desde África. Todo ello desembocó en una sangrienta represión.
Este proceso tenía dos lecturas: por un lado, la huelga general decretada por el PSOE y UGT, acompañados de los anarquistas, dirigida a derribar al gobierno; por otro, aprovechar —y éste era el caso de Asturias— la ocasión para modificar la República, calificada de burguesa.
Largo Caballero, principal dirigente socialista y secretario general de UGT, vio en la victoria electoral de centroderecha de 1933 no la posibilidad de consolidar la República mediante la alternancia de gobierno, sino su deslegitimación. De hecho, se consideraba que sólo podía ser gobernada por republicanos, socialistas y comunistas. Éste era el pensamiento del PSOE y, como explica el libro Azaña, el mito sin máscaras , de José María Marco, también era la idea de fondo de Azaña. De ahí que la Constitución republicana no fuese un intento de consenso, sino la imposición de una parte sobre la otra.
Más allá de eso, los tiempos eran propicios, y Largo Caballero estaba en esta línea: inspirarse en la revolución bolchevique y conseguir el poder total por la fuerza. Se quería el control absoluto del Estado por parte de la clase obrera que representaba al PSOE, no por casi entonces inexistente Partido Comunista. También era tiempo en toda Europa de enfrentamientos armados entre fascismo, nazismo, socialistas y comunistas, así como de la creación de milicias armadas. De hecho, el partido socialista, que ahora no quiere recordarlo, creó su propia milicia, que desfilaba exhibiéndose por Madrid y otras poblaciones en cualquier ocasión. Se trataba, en definitiva, de disponer de una fuerza militar propia. Todos estos hechos preparaban la Guerra Civil, porque el comportamiento de unos y otros aumentaba la prevención y el miedo.
Este sentimiento se multiplicó durante la larga primavera de 1936, cuando las fuerzas de izquierda volvieron a gobernar, pero sólo las republicanas, porque el PSOE prefirió no formar parte de los nuevos gobiernos. El estallido de estabilidad, los desórdenes públicos y los atentados crearon un escenario de violencia difícilmente resoluble, que los republicanos no supieron controlar. De hecho, actuaron más como gobierno de una parte que como responsables de la estabilidad del conjunto de la sociedad. Sus intervenciones contra los graves desórdenes pecaban de un sesgo ideológico, en función de si el origen de cada enfrentamiento provenía de la derecha o de la izquierda.
El PSOE nunca ha asumido su responsabilidad histórica, y en este sentido su visión de la memoria, sea histórica o democrática, está profundamente sesgada. Hay que ver, desde una perspectiva contrafactual, qué habría pasado si el PSOE hubiera facilitado la integración de la CEDA en el sistema republicano, que no era sólo el partido de la derecha, sino el mayor de todos los existentes.
Además del libro ya mencionado sobre Azaña, existe otro que da lugar a importantes polémicas, simplemente porque se limita a reseñar los hechos, y eso no gusta a todo el mundo. Se trata del minucioso trabajo de Álvarez Tardío y Rey Reguillo, Fuego cruzado. La primavera de 1936, que estudia la situación desde las elecciones de febrero de 1936 hasta el golpe de estado de julio de ese año y permite ver claramente el papel de cada sujeto de la historia y, en particular, de la fuerza más grande de la izquierda: el partido socialista.
Los tiempos actuales no tienen nada que ver con los de entonces. El contexto europeo está en las antípodas del de aquella época, pero, dada la situación del país, es importante tener presente la lección. Un PSOE que levanta muros y señala continuamente la exclusión de otras fuerzas políticas es un fermento de destrucción. Sobre todo cuando gobierna, porque quien tiene esa función y dispone del peso del Estado es quien, con diferencia, tiene mayores responsabilidades y más posibilidades de construir la convivencia.
PARTICIPA A LA I CONFERÈNCIA CÍVICA D’ACCIÓ POLÍTICA. INFORMACIÓ I INSCRIPCIÓ