Los recuerdos del pasado, de lo irrepetible que vivimos, son rasgos que marcan quienes somos.
Durante estos días de verano, cuando el calor intenso hace que uno y el entorno baje el ritmo, quizá solo para no llegar sudado al trabajo, y todo el mundo intenta huir de la tórrida ciudad, es un tiempo propicio para leer.
En mi caso he leído la entretenidísima narrativa de Rafael Nadal, “Cuando éramos felices”. Más allá de las peripecias propias vividas por una familia de posguerra con 12 hijos, lo que me ha sorprendido es el enorme baúl de recuerdos con el que el autor hace gala de poseer, especialmente cuando es capaz de diseccionar la psicología de cada uno de los momentos pasados, las emociones que enmarcaban cada episodio.
Seguramente esa sorpresa que manifiesto es más propia de la generación millennials, y especialmente Z. El motivo de este desconcierto es que si yo intentara poner por escrito todos mis recuerdos, dudo que fuera capaz de llegar a producir la mitad del grueso del libro de Rafael. ¿Y la causa de este hecho generacional?
Las pantallas.
Yo soy de las primeras generaciones con PlayStation, por suerte, los teléfonos inteligentes ya me cogieron en la universidad. Gracias a Dios nunca estuve enganchado, pero sí que en muchas ocasiones con los amigos destinábamos nuestro tiempo de ocio a ellas. ¿Qué recuerdos tengo de todos estos momentos? Pues muy pocos, por no decir ninguno. Por el contrario, sí tengo recuerdos, y algunos de ellos muy nítidos, de esas veces que fuimos intrépidos y salimos de casa para vivir una aventura.
Los tiempos frente a las pantallas es un tiempo que pone en pausa la historia de nuestra vida. Un tiempo muy entretenido, pero que para nuestro ser es irrelevante. Por tanto, lo que nos permite liberar dopamina en cantidades ingentes es, en realidad, un engaño, un velo que no nos permite ver que, más allá de la propia pantalla, la vida pasa sin nosotros.
Mi reflexión inescrutablemente lleva a afirmar que si en lugar de pasar tiempo ante las pantallas te atreves a salir, sudar, ensuciarte, reír, llorar; entonces parte de estos eventos sí que serán dignos de ser recordados. Por consiguiente, vivir hoy no solo sirve para construir el presente, sino también para definir nuestro futuro. Y así, en aquellos momentos en los que uno se mira ante el espejo, poder recordar con esa sonrisa melancólica, qué felices éramos esos días.
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