La vicepresidenta tercera y ministra para la transición ecológica y el reto demográfico de España, Teresa Ribera, ha acusado en declaraciones al diario Politico al Partido Popular Europeo (PPE) de adoptar “un estilo populista, conectado con lo que Trump puede representar ”, añadiendo que el centroderecha se ha convertido en “algo que no podemos reconocer”.
Son declaraciones verdaderamente incendiarias, ya que estamos hablando de que toda una vicepresidenta española acuse al principal partido en el ámbito de la UE del peor de los pecados posibles (desde el punto de vista del progresismo y, por extensión, del grueso de las élites políticas y mediáticas): “la extrema derecha”.
El contexto de las declaraciones de Ribera es la crítica que el PPE ha empezado a hacer del Pacto Verde al ver el amplio movimiento de rechazo popular que numerosas medidas tomadas en nombre de la ecología están generando en toda Europa, concretamente por los costes económicos que suponen para las clases trabajadora y media. Un fenómeno que Converses lleva años advirtiendo.
Las afirmaciones de Ribera se enmarcan en una estrategia masivamente utilizada por el gobierno de Pedro Sánchez en España, pero también por políticos de similares colores en toda Europa. Consiste en descalificar cualquier crítica de cierta profundidad a sus políticas tildándola de populista y de hacer juego en la “extrema derecha”. El efecto que se busca es vaciar de legitimidad a los rivales políticos.
Un juego sucio que suele acompañarse con acusaciones de difundir noticias falsas y que cada vez más llega al extremo de intentar callar a los críticos por la vía legal, como se ha propuesto recientemente en Alemania o como ha empezado a hacer el nuevo gobierno polaco de Donald Tusk.
En la práctica, lo que la progresía que entra en esta dinámica consigue es profundizar en la distinción entre los buenos (ellos) y los malos (los que no piensan como ellos), o dicho de otra forma, entre los amigos y los enemigos. El problema de verdad es que una vez entrados en esta dinámica propia de Carl Schmitt, la democracia pierde su razón de existir, ya que los desacuerdos ya no son tolerados dentro del mismo marco institucional democrático.
Esta dinámica excluyente de lo que las élites etiquetan como “extrema derecha” es relativamente reciente en España, pero lleva ya décadas operando en el país vecino, Francia. Allí, el partido Frente Nacional (ahora Reagrupamiento Nacional) fundado por Jean-Marie Le Pen ha sido un auténtico paria durante años. Asimismo, la derecha tradicional estaba advertida por la progresía dominante en la clase política, el alto funcionariado y los principales medios de comunicación: cualquier intento de pacto o acercamiento con Le Pen se pagaría con el ostracismo.
Los resultados de esta política llamada del “cordón sanitario” saltan a la vista: Marine Le Pen es la clara favorita en las encuestas, mientras la derecha tradicional (hoy bajo una moribunda etiqueta “Los Republicanos”) se encuentra desarmada y en pérdida constante de votos por su indecisión entre las acusaciones de traición por parte del progresismo y la defensa de los valores que afirman representar.
En definitiva, declaraciones como las recientes de Ribera alimentan el conflicto civil entre dos bandos cada vez más irreconciliables: el progresismo en el poder contra todos aquellos que lo ponen en cuestión. En medio de un ambiente cada vez más viciado por estas tensiones (ver los casos de Francia, Alemania, Polonia o Países Bajos), las elecciones europeas de junio se anuncian particularmente turbulentas.
Declaraciones como las recientes de Ribera alimentan el conflicto civil entre dos bandos cada vez más irreconciliables: el progresismo en el poder contra todos aquellos que lo ponen en cuestión Share on X