Apuntaba en mi escrito precedente la necesita de construir el contenido del pensamiento político catalán a partir de la docena de nombres principales, que desde nuestro inicio como nación hasta ahora mismo han hecho aportaciones decisivas, y señalaba unas primeras ideas:
- Concepción nacional sobre todo cultural y debido a ella política
- Articulación con instituciones estatales más grandes
- Voluntad de leyes y gobernación propia dada nuestra fuerte exigencia de autogobierno, y esto es el pactismo.
Y ahora quisiera subrayar una cuarta:
Christopher Dawson, el destacado y brillante historiador inglés de mediados del siglo pasado, formulaba una tesis central: «toda gran cultura en la historia de la humanidad ha dependido de un orden moral común y un ideal religioso común». La izquierda de nuestro país junto con el liberalismo practican el laicismo árido, que ha girado en ateísmo de facto, de la exclusión religiosa, que en la práctica significa exclusión cultural, porque el cristianismo católico está tan entreverado en nuestra realidad que resulta imposible cancelar uno respetando al otro. El resultado de su hegemonía actual es que nuestra sociedad, y fracasado sistema educativo, tiene cada vez menos memoria de la tradición religiosa que la creó y, sin esa tradición, no existe un orden moral que nos una.
¿Son importantes las consecuencias?
Mira a tu alrededor. Nuestra política es amarga. Nuestras guerras culturales son sectarias. Ya no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en la definición de «hombre» y «mujer». Menos catalanes piensan en casarse o criar a hijos; cada vez son menos los que consideran que vale la pena. Aquellos que hacen votos y forman familias deben lidiar con una economía que es, por decirlo suavemente, menos que hospitalaria para el hogar.
Un porcentaje sorprendente, por su dimensión, de jóvenes están medicados por trastornos psiquiátricos. Luchan bajo la carga del abuso de drogas y alcohol; también por otras adicciones y dependencias psíquicas y químicas. Se suicidan en cantidades escandalosas.
En la medida en que la progresía charlatana ve todo esto como un problema, y muchos no lo hacen, culpan a varios agentes, desde la globalización hasta las redes sociales. Seguramente hay culpas para todos. Pero, ¿podría nuestra situación derivar de algo más fundamental? ¿No es el verdadero culpable la pérdida de nuestro “ideal religioso común”, la desaparición del cristianismo como ancla cultural y moral? ¿No vivimos en realidad una crisis moral, porque allí donde ésta estaba arraigada era el cristianismo censurado hoy por el poder?
Somos un país laico, han insistido -exigido- los expertos durante décadas. Sin embargo, esto nunca fue cierto. Ni antes, of course, ni ahora, porque la sociedad es plural, religiosamente plural y no homogéneamente laica, donde el cristianismo sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos en contra, el elemento transversal.
Nuestro ideal del individuo tiene raíces cristianas. Nuestras grandes tradiciones de reforma progresista estaban animadas por un ardiente espíritu cristiano, al igual que la resistencia conservadora a sus desmanes. Cataluña, tal y como la conocemos, no puede sobrevivir sin el cristianismo bíblico. Los derechos que apreciamos, las libertades que disfrutamos, los ideales que amamos juntos, todos están arraigados y sostenidos por la tradición cristiana. En bien entendido que esta concepción moral y cultural no necesita ser un creyente que va a la iglesia para reconocerse en ella.
Es el pensamiento central de Dawson, que cada nación depende de un orden moral compartido; que el nuestro es cristiano; y que para renovar este orden, debemos esforzarnos por hacer que nuestra sociedad refleje de nuevo, en nuestros días, los principios del Evangelio.
No hay nada «sectario» en esta labor porque ninguna nación es verdaderamente laica. La afirmación de que puede serlo ha sido un pilar entre la intelectualidad liberal durante casi un siglo. Incluso algunos conservadores lo repiten ahora. El argumento secularista es que el gobierno debe ser neutral frente a las concepciones contrapuestas de la buena vida. Regularmente se nos enseña que esta neutralidad es la única manera de mantener unida a una nación pluralista y respetar las decisiones personales de los ciudadanos. De acuerdo con esta concepción, el derecho del individuo a elegir sus propios fines morales debe tener prioridad sobre cualquier noción de qué fines son buenos y verdaderos. Isaiah Berlin advirtió al respecto, que una sociedad organizada en torno a un ideal moral común es esencialmente autoritaria.
Pero todas las sociedades están organizadas en torno a una visión moral. También ahora la progre y laicista, lo que ocurre es que es fragmentada y contradictoria, y sus resultados son obvios: significa condenarnos a vivir en modo de crisis.
Aristóteles tenía razón hace dos milenios y medio. Tales como la tienen Dawson y MacIntyre, e incluso un liberal, aunque perfeccionista, como puede representar Raz. «El fin y el propósito de una polis -una ciudad, una sociedad- es la buena vida» , dijo, «y las instituciones de la vida social son medios para este fin» . Más adelante: “Cualquier polis que se llame verdaderamente así, y que no sea meramente una de nombre, debe dedicarse para fomentar el bien” .
No es tan complicado cuando lo piensas. La sociedad se forja por lazos de lealtad mutua, afectos y amores mutuos, y estos afectos se nutren de una idea compartida de lo bueno: una visión moral. La sociedad es una aventura de significado compartido, y ese común denominador necesario es el cristianismo, su cultura y concepción moral; también, y de forma singular para Cataluña, en razón de su realidad histórica y lo que aún perdura como legado común que nos une.
- Noticia de Cataluña (1): La capacidad de rehacernos
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