En 1935 se publicó un libro que en su día hizo furor. Se llamaba «Catalunya, pueblo decadente» y su autor Joan Antoni Vandellòs era un demógrafo reconocido. Edicions 62 hizo una reedición en 1985.
Hay que decir que ya entonces la idea de que la baja natalidad era un problema grave para Cataluña, más cuando venía ligada a altas corrientes inmigratorias, despertaba polémica, porque no existía una posición común. A balón pasado podemos constatar lo que esto ha representado en términos muy favorables en un sentido, pero también con inconvenientes en otro. Aquella inmigración procedente sobre todo de Aragón, Murcia y Andalucía se integró con facilidad y ha constituido un reforzamiento no sólo demográfico, sino también social y económico, y sus hijos y nietos en la mayoría de los casos se han integrado en la lengua y cultura del país.
A pesar de estas evidencias favorables, también está claro que se han provocado tensiones. Es fácil ver cómo las pautas políticas son hoy diferentes en función de si la ascendencia de los padres, y ya no digamos de los abuelos, es de origen catalán o no. La situación ahora es peor que en los años 30.
La causa es doble. La nueva inmigración es mucho más lejana. Hispanoamericana, por un lado, y de países árabes y africanos, por otro. Las dificultades de integración son mayores. Sobre todo en la población musulmana pero también la latina. Todo esto tendría menor importancia si hubiera buenas estructuras de acogida e integración, que no es el caso, y una mayor vitalidad demográfica. En este último extremo es donde recae la mayor debilidad porque está claro que los catalanes están desertando masivamente de tener hijos.
Un tercio de los bebés nacidos ahora son de madre extranjera. En 2000 nacieron 57.782 catalanes y 5.700 inmigrantes. En el 2022, los nacimientos catalanes se han reducido hasta cifras redondas, los 38.000, una reducción muy considerable. Mientras los inmigrantes han crecido hasta más de 18.000. En un caso, se ha disminuido un 40% y en el otro se ha multiplicado por 3,5. Es evidente que a este ritmo el balance demográfico sólo por la vertiente vegetativa, lo que considera nacimientos y defunciones, conduce a un desequilibrio muy importante, pero es que además hay que añadir la afluencia continuada de adultos a causa de la inmigración que no cesa.
Sin embargo, seguimos con los nacimientos. Por cada 1.000 catalanes nacen 5,8 bebés, mientras que por la misma cifra de extranjeros resultan 14,5, casi 3 veces más. La tendencia a reducir los nacimientos no es sólo de la población catalana, también la inmigrada evoluciona en este sentido, pero lo hace de forma más moderada. Dicho de otra forma, los catalanes no sólo tienen muchos menos hijos, sino que, con el paso del tiempo, reducen su número en términos relativos con mayor intensidad que los inmigrantes. La tasa de fertilidad de una mujer extranjera no es para echar cohetes, 1,39, pero es claramente superior a la de una mujer nacida en el país, de sólo 1,12. Es decir, cada pareja que se forma tiende a reducir a la mitad la población. La actual generación catalana ubicada en los 30 años, una fase decisiva en la natalidad, además de que numéricamente son pocos, han desertado de tener hijos. Y además las mujeres inmigradas los tienen más jóvenes, lo que facilita ir hacia el segundo nacimiento.
En este contexto del movimiento vegetativo, al que se le añade la continuada ola inmigratoria de este siglo, convierte esta cuestión en un problema de primer orden, pero que ni el gobierno catalán ni otros partidos políticos se los plantean. Viven prisioneros del pensamiento progresista políticamente correcto, que considera que hablar de la inmigración, si no es para grandes elogios, está prohibido. Mientras, los impactos negativos se multiplican. Es curioso que quienes defienden la independencia no se pregunten con qué catalanes contarán en el futuro para llevarla a cabo.