Los ataques del grupo terrorista Hamás del pasado 7 de octubre no sólo supusieron un fracaso flagrante del gobierno y de los servicios secretos de Israel, sino que dejaron en evidencia que el islamismo sigue siendo un problema crucial y no resuelto para Occidente.
Como afirma Henrik F. Rasmussen, director ejecutivo del centro de investigación norteamericano Institute for Science and International Security, durante los últimos años tanto Israel como Estados Unidos y Europa se han conformado con “gestionar, en vez de resolver” los problemas relativos a Oriente Medio.
En particular, la política de Israel de contener a Hamás a base de intervenciones esporádicas en Gaza de los últimos años se ha demostrado dolorosamente inviable e incluso contra-productiva, ya que no ha evitado la concentración de medios que ha hecho posible los ataques indiscriminados de principios de octubre.
Es pues comprensible que Israel quiera corregir sus errores del pasado y destruir de una vez por todas a Hamás en tanto que organización, a pesar del increíble reto que supone llevar a la práctica esta decisión, y que Converses ya dirigió recientemente.
Sin embargo, como Rasmussen señala acertadamente, tras Hamás emerge de la sombra una verdadera amenaza existencial para Israel y un grave peligro para la seguridad de Occidente y de Europa en particular: la República Islámica de Irán.
Unas ambiciones geopolíticas crecientes
Enemigo mortal de Israel y Estados Unidos, el régimen teocrático chií iraní ha escalado desde hace 15 años su papel internacional en Oriente Medio.
Teherán inició de forma ostensible su intervencionismo regional en el contexto de las primaveras árabes, apoyando por un lado al régimen de Bashar el Asad en Siria y por otro a los rebeldes hutíes en el Yemen, la puerta trasera de Arabia Saudí.
En paralelo, y tras el fracaso del conocido como “Acuerdo nuclear iraní” firmado en 2015 con el apoyo de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Irán sigue avanzando hacia la fabricación de su primera bomba nuclear.
Se estima que actualmente Irán podría producir un artefacto explosivo nuclear en tan sólo seis meses. Teniendo además en cuenta la experiencia iraní en la construcción de misiles de medio alcance, su régimen tiene pleno potencial para convertirse en una amenaza existencial para Israel y la estabilidad de toda la región.
Tras estas actuaciones se encuentra una ambición geopolítica de convertirse en hegemónico en la región de Oriente Medio, en detrimento del régimen igualmente teocrático pero de credo suní de Arabia Saudita, tradicionalmente cercano a Estados Unidos.
Ahogado por los bloqueos y sanciones económicas occidentales durante décadas, Irán se ha acercado naturalmente a China y Rusia, donde ha acabado encontrando socios comerciales capaces de sustituir en buena medida a Europa y a Estados Unidos.
No es de extrañar que Irán se haya convertido en un proveedor de primer orden del esfuerzo de guerra ruso en Ucrania, y en particular de soluciones tecnológicas cuyos componentes provienen de China. Rusia ha, de hecho, construido con la asistencia de Irán una cadena de producción masiva de drones armados.
Por su posición geográfica en la orilla norte del estrecho de Ormuz, por sus alianzas regionales en Líbano (Hezbolá), Irak y Yemen y por su industria militar relativamente avanzada, Irán puede además bloquear esta ruta marítima por la que circula una quinta parte del petróleo mundial.
Un rasgo diferencial: el fanatismo religioso
Más allá de estas aspiraciones seculares, existe un odio visceral del régimen iraní hacia Israel y Occidente que bebe de un islam rigorista y busca la destrucción literal del estado hebreo y la reducción del cristianismo a un estado de vasallaje.
Dicho de otra forma, la agenda de fondos del régimen iraní no es totalmente comparable a la de otros actores estatales porque tiene un componente de irracionalidad basada en un fanatismo religioso.
Irán está pues gobernado por un régimen que mantiene una visión apocalíptica de la política internacional, resultando extraordinariamente arriesgado hacer previsiones de hasta qué punto sus dirigentes podrían llegar, a fin de poner en práctica sus creencias.
Ante este tipo de rivales, y tal y como apunta Rasmussen, sólo parece viable aplicar una estrategia basada en la coerción, que debe ser lo más global posible para que surja efecto: militar, diplomática y económica.
La agenda de fondos del régimen iraní no es comparable a la de otros actores estatales porque tiene un componente de irracionalidad y fanatismo religioso