Marc Álvaro escribía un artículo el pasado 27 de junio en La Vanguardia donde, para justificar su tesis de que el independentismo puede revivir por los agravios existentes, constataba la inutilidad o fracaso, como se desee, del proceso. Sencillamente afirmaba «que los agravios que puso en marcha el proceso no han desaparecido». Por tanto, todos estos años toda la hegemonía del independentismo desde el gobierno de la Generalitat, toda la debilidad parlamentaria del gobierno español en el Congreso y su dependencia como nunca de los votos catalanes no han servido absolutamente para nada. Es lo que denominamos la constatación objetiva del fracaso.
El hecho de que ahora se vuelva sobre un clásico, que es el malestar por la falta de inversión pública en Catalunya, que comporta retrasos terriblemente perjudiciales, demuestra lo poco que nos hemos movido de lugar, como lo justifica el inexistente traspaso de Cercanías o que siga pendiente desde 2014 el nuevo sistema de financiación.
Si Cataluña, si sus liderazgos sociales y políticos, si sus electores tuvieran conciencia real de esta situación, se abriría rápidamente la necesidad de una catarsis colectiva que nos condujera a revisar todo lo que se ha hecho y establecer qué se hace para construir un nuevo escenario que no sea dar eternamente vueltas a la noria en un escenario siempre igual, donde lo único que cambia es quien ocupa la moqueta de los despachos y la zanahoria que se pone delante del asno para que ésta siga girando .
Con este eterno regreso, la reciente visita de Sánchez a Barcelona para asistir a los premios de la PIMEC reiteró hasta el aburrimiento lo mismo de siempre. Aragonés que hizo el “juego” recordando al presidente español sus incumplimientos y su déficit de inversión, ante un Sánchez consciente de que esto no se traducirá en ningún problema en el Congreso de los diputados porque ERC a la hora de la verdad siempre le salvará el puesto de trabajo.
Sánchez, por su parte, reiteró la canción de siempre, sí ofreció “diálogo” una palabra que conmueve a las élites catalanas, que hace tiempo que les basta con las migajas que pueden caer de la gran mesa del poder madrileño .
Es difícil encontrar una situación tan contradictoria como la actual, en la que ninguna de las grandes demandas de Cataluña es satisfecha, donde quienes deberían representarlas y exigirlas con eficacia además se declaran independentistas, y donde el poder central pasa olímpicamente de ellos.
Cataluña va avanzando paso a paso y sistemáticamente hacia convertirse en un país de segundo orden en el marco español. Ya lo es y hace algunos años desde el punto de vista político, porque el tripartito no representó ningún paso adelante, sino más bien al contrario, como no podía ser de otra manera, cuando quien tenía la vara alta era precisamente el PSC. Sin embargo, es que ahora, además, se añade el progresivo declive económico.
Que cada vez nuestra economía, y en primer término la de Barcelona, dependa de la temporada turística, es una clara señal de la progresiva decadencia de nuestro sistema económico.
Esto no impide que no podamos exhibir excelentes resultados en exportación, investigación, medicina, pero estos factores positivos no cambian la tendencia global: una paralización de nuestra economía con actividades intensivas en trabajo y de baja productividad, y una pérdida total de centros de decisión.
Si a esta circunstancia se le añade que la actividad cultural de nuestro país en términos sobre todo cualitativos, pero también de cantidad, muestra también claros signos de debilidad, cabe concluir que nuestro escenario es de los peores desde el fin de la Guerra Civil.
Seguro que ha habido períodos precedentes que presentaban características mucho más críticas, pero que pondrían tres salvaguardias a balón pasado, que siempre han sido decisivas. En primer lugar, una potente industria como base del modelo económico. En segundo lugar, una Barcelona que actuaba en la práctica como cocapital de España. Y, en tercer lugar, la existencia de una tradición familiar que aportaba capital humano de calidad, cuadros y liderazgos en el conjunto de la sociedad.
Si a estos tres factores, hoy muy debilitados, se añade lo que había entonces y ahora ha desaparecido, la esperanza y la confianza en el futuro, queda claro que la afirmación de la gravedad de nuestro actual momento histórico resulta incuestionable .