La desigualdad crece y también lo hace la pobreza. Es la ruptura causada por la injusticia social manifiesta, debido a los inadecuados mecanismos de distribución de la ganancia, de la productividad y de los costes de las crisis. A esta situación contribuye el capitalismo financiero globalizado, la falta de voluntad política para suprimir los paraísos fiscales, incluso dentro de la propia Unión Europea, como sucede con Holanda o Luxemburgo, a los que ahora se les añaden las monedas digitales. ¿Por qué son aceptadas por los poderes públicos, cuando es obvio que es un mecanismo masivo de evasión, fraude y blanqueo de capitales?
Dos libros, con enfoques muy distintos, son un buen testimonio de lo que sucede. Uno es la narración del hundimiento del sueño americano: El Desmoronamiento. Treinta años de declive americano, de George Packer. El otro, un detallado análisis de la gran crisis del 2008 y sus causas: Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado al mundo, de Adam Tooze. La conclusión a que conduce su lectura es idéntica: la injusta distribución de las cargas de la crisis, donde los más grandes siempre son salvados, pero el trabajador y el pequeño empresario asume los costes sobre sus espaldas.
Todo esto choca frontalmente contra el principio del bien común. Pero, ¿cuál es la respuesta? Como mucho, el progresismo acuña el concepto del “escudo social”, es decir, la subvención como forma de vida. Pero esto no altera las reglas del juego, profundamente desequilibradas, que provocan el crecimiento de “los invisibles”, el gran grupo social formado por los desempleados, precarios, personas en riesgo de pobreza, aquellos cuyos ingresos son inferiores al 60% de la renta media y los inactivos. En Europa eran en 2016 el 49%, cuando en 2002 representaban el 35%, pero es que en España ya son una clara mayoría, el 59,5%. Y todo esto antes de la desolación provocada por la pandemia, la destrucción ocasionada por los precios de la energía y las consecuencias de las sanciones a Rusia.
En el Manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels, se afirma que la burguesía crea un mundo a su imagen y semejanza. En realidad, no fue realmente así, porque siempre existieron alternativas culturales competidoras, pero hoy tal premonición sí se ha hecho realidad, porque la cultura de las elites es hegemónica en Occidente, como consecuencia de su dominio abrumador sobre la información y la industria del entertainment. Pero sobre todo, a causa de la alianza objetiva entre aquella élite del capitalismo cosmopolita liberal no perfeccionista y el progresismo de género, la izquierda del siglo XXI. El resultado es evidente: su ideología es hegemónica en gran parte de Occidente. Tanto es así que, una forma de conocer el nivel de dominio de las élites en un determinado país es el grado en el que la legislación y las políticas de género, en su triple dimensión de feminismo del patriarcado, identidades sexuales GLBTI y las definidas por la concepción queer, se han convertido en ideología Estado. Es el caso evidente de España, pero también ejercen su dominio en la Comisión Europea.
En este nuevo mundo que están forjando, el ascensor social se deteriora porque en las clases subalternas la meritocracia está limitada, mientras que las élites gastan ingentes cantidades en la educación de su descendencia. Sandel lo explica bien en La Tiranía del mérito: ¿qué fue del bien público?, señalando cómo la excelencia universitaria ya no se dirige tanto al saber, sino a cómo saber ganar dinero.
La meritocracia ha quedado secuestrada por unas élites que basan su poder en la combinación del capital heredado, las elevadas remuneraciones como altos cargos directivos y las titulaciones, caracterizadas por un elevado coste directo y de oportunidad. Son ricos por capital y por los elevados sueldos que perciben, y porque se emparejan entre ellos practicando la homogamia. Este emparejamiento selectivo aumenta la desigualdad, al unir capital y rentas del vértice de la pirámide: un tercio del aumento de la desigualdad acaecida entre 1967 y 2007 obedece a esta causa (Milanovic, 2020; 55). A esta combinación de capital monetario, social y humano se le debe añadir el de unas atenciones de salud solo al alcance de unos pocos. En la medida que vaya introduciéndose la mejora genética, la burbuja quedará perfectamente blindada. La película “Gattaca” se habrá hecho realidad. Eso sí, tendremos un “escudo social” para que la mayoría excluida y deshumanizada pueda pasar “los lunes al sol”.
Así, a pesar de la crisis desencadenada en 2020 por la Covid-19, las grandes fortunas han multiplicado en términos increíbles sus ingresos. De los 15 primeros de este ranquin, según Bloomberg, solo dos, Warren Buffet (-3%) y Amancio Ortega (-10%) en lugares sexto y décimo cuarto de la lista de los más ricos del mundo, registraron pérdidas; todos los restantes ganaron, y no poco. Bezos, de Amazon, el que ahora invierte en conseguir la inmortalidad, es el primero, con un patrimonio de 160.083 millones de euros.; lo aumentó un 69% en solo un año. para situar una referencia el PIB de España es de 1.202.994 millones de euros. Patrimonio obviamente no equivale a renta, pero la comparación es útil para constatar el grado de desigualdad que se ha creado.
Y lo mismo sucederá ahora con la crisis europea de la energía y las sanciones a Rusia, porque existen unos mecanismos estructurales que aseguran su reproducción, empezando por la propia inflación que funciona como un “impuesto” a las rentas salariales. La desigualdad que genera se produce incluso en la cesta de la compra: “el diferencial de inflación en bienes de primera necesidad entre las rentas más bajas y las más altas (lo que se conoce como inflation inequality) pasó de 0,1 p. p. en enero a los 0,8 p. p. en diciembre, la máxima diferencia en, al menos, una década”. Y esto antes de que la inflación se disparara al 7,6% en febrero (6,1% en enero). Se trata de su nivel más alto desde diciembre de 1986.
Toda esta dinámica de la injusticia social manifiesta, es posible porque no existe alternativa cultural a la actual hegemonía de la Gran Alianza. La perspectiva de género proporciona la coartada ideológica para soldar ambas concepciones desreguladoras. Una sobre la economía y las finanzas, la otra sobre el deseo, el sexo y la familia.
La mayor parte de la élite apoya y financia la ideología de género en todas sus versiones, porque tiene la enorme virtud de situar el centro de la política y de los anhelos de igualdad en una vía que no roza sus intereses. Ahí es nada que, de la noche a la mañana, la kelly que limpia habitaciones de hotel a 2,50 euros la pieza, tenga en realidad como adversarios a los mozos del hotel por ser hombres y su “aliada” sea Ana Botín por ser mujer. ¡Qué forma tan fantástica de superar las diferencias de clase! Y esto no es demagogia, o en todo caso se trata de la “demagogia de los hechos”. En este planteamiento desaparece la causa real de la injusticia social manifiesta, la desigual distribución de la ganancia y la productividad, porque lo único que importa son las diferencias entre hombres y mujeres; entre personas trans y homosexuales, como muestra el inefable Ministerio de Igualdad, que carece, a pesar del nombre, de la más mínima competencia económica.
Nunca en la historia se había producido una manipulación de tamañas proporciones. Pero al final, por un lado o por otro, la injusticia social manifiesta estallará.
Artículo publicado en La Vanguardia