Mamá tiene 87 años y está pidiendo una cita al médico por Internet, en la habitación que ha habilitado como despacho en su piso de toda la vida, donde ahora vive sola desde que él nos dejó antes de tiempo. Tiene un ordenador personal en el que también mira cada día las cuentas bancarias, porque en la Caixa ya no hay manera de que te atiendan en persona. Se abrió hace años un perfil en Facebook y en Instagram, que siguen activos, y nos envía mensajes de Whatsapp con emoticonos para recordarnos los santos y cumpleaños de la familia. Cada semana, mientras no la confinen, va al cine y al teatro con su hermana o una amiga íntima, también viudas las dos. Los hombres casi siempre se van antes, pero ellas resisten como leonas. No solo tiene caldo en la nevera, también nos hace paellas, carne con salsa y unas croquetas espectaculares. Y un armario lleno de tuppers dispuestos siempre a viajar de ida (no siempre de vuelta) a casa de alguno de nosotros para deleite de cualquiera de sus once nietos.
Mamá era profesora y madre, y ahora es sobre todo abuela, y se ríe amablemente de las mujeres empoderadas que renuncian a su maternidad por hacer carrera profesional, porque no pueden con todo. Ella trabajaba en casa y fuera, cuidaba de sus hijos y de su marido, todo estaba siempre a punto, y es consciente de que los tiempos han cambiado, pero mantiene su fe y su generosidad sin límite. Solo vive para los demás, aunque hay días que está triste, porque le echa tanto de menos. Como se puede querer tanto a alguien, nos dice.
La mamá de Rigoberta también es profe y madre. Y sangraba cada mes y cuando era joven venía al colegio con coleta y mala cara durante “esos días”. A veces tenía que volverse a casa porque no se encontraba bien. Nos sentábamos juntos en la clase de Latín. ¿Me echarás una mano con el examen?, me pedía asustada. “Quousque tandem Catilina abutere patientia nostra…”, “¡es que no entiendo nada de nada! “Tranquila, cuenta conmigo”.
A la mamá de Rigoberta lo que le gustaba era la música. Y cantábamos y tocábamos la guitarra juntos en las misas y en el patio. Julio Iglesias, Perales, Mocedades, sí, esas son tus fuentes e influencias, Rigoberta. “Abrázame, y no me digas nada, solo abrázame, me basta tu mirada para comprender, que tú te irás”. Y presentamos juntos (es que yo ya me sentía periodista desde hacía años, desde que leía Tintín con 7, y lo seguiré leyendo hasta los 77…) el festival de fin de curso. Esto se acaba, nos hacemos mayores, podemos votar en democracia, llega la universidad. Y aquella noche cantamos hasta la madrugada junto a las columnas de Gaudí. Y aún conservo un pétalo de rosa que me firmaste con tu nombre, aunque tú ya no te acuerdes. Y te llevé a casa cuando amanecía en mi Vespa azul, como tantas otras veces durante el curso, sintiendo tu aliento y tu calor en mi nuca. Pero él ya estaba allí, era mucho mayor, y forofo del Madrid, y tú y yo siempre nos movimos en la “Friendzone”, no había espacio para más. Y gracias a eso, seguimos siendo amigos, de los de toda la vida, de los que nunca se olvidan, de los que siempre están cuando hace falta. De los que tocan y cantan en el funeral de tu padre cuando se va. Siempre nos quedará la música.
Ojalá Rigoberta llegue a Eurovisión para que todo el mundo sepa cuánto queremos a nuestras madres, a nuestras abuelas, a nuestras amigas. Me temo que eres demasiado buena para ello, Paula. Pero te sobra talento para triunfar sin necesidad de llegar al Festival. Porque tú no haces canciones, compones himnos. Y sí, nos dan miedo vuestras tetas porque seguimos siendo más primarios de lo que pensamos, qué le vamos a hacer.
Gracias por ese homenaje a todas las mamás, a todas las abuelas, a todas las mujeres. Nunca os llegaremos a la altura del tacón, incluso aunque no llevéis tacones y vistáis de uniforme de colegio de monjas.
Molta merda, Rigoberta.
Mamá, mamá, mamá, paremos la ciudad.