El gobierno español tiene abiertos, o ha abierto por decisión propia, unos grandes frentes que sin duda afectan no sólo al presente, sino al futuro del país a medio plazo de una manera importante y que, según cómo se resuelvan, lo pueden conducir a un estado de crisis permanente.
El primero de estos frentes es el institucional. A diferencia de los otros, el del control de la pandemia y la situación y respuesta económica, este obedece en gran medida a la iniciativa del propio gobierno. Es evidente que el PP contribuye de una manera notable, pero también que quien tiene la sartén por el mango en este campo, el de las instituciones, es siempre el que gobierna, excepto en aquellos casos históricos en los que la pugna se traslada en peso a la calle, lo que paradójicamente parece que esté ensayando la coalición gubernamental en Madrid al impulsar las manifestaciones, con particular importancia, en el barrio de Vallecas.
Podría hacerse la lectura excesivamente malévola en el sentido de que el gobierno Sánchez, que, como todos, tiene vocación de continuidad indefinida y a la vez se ve desbordado por la situación económica y sanitaria, ha abierto un frente en el ámbito de las instituciones para focalizar la atención y cohesionar a los propios seguidores, y situar en segundo plano los problemas económicos y del Covid-19.
En poco tiempo, el gobierno por un lado u otro ha resucitado la pugna por la transición y sobre el franquismo con una nueva ley de la memoria histórica. Ha situado en primera línea de fuego al cabeza del estado, tanto por parte de la mayoría gubernamental, vetando la visita del rey a Barcelona para satisfacer las demandas independentistas, como por parte de la minoría de Podemos, reclamando el derribo de la monarquía en la figura de todo un ministro, Garzón, que no deja de ser un miembro del gobierno, aunque realmente su ministerio tenga la importancia de una dirección general.
También ha abierto una batalla en el ámbito de los fiscales. La decisión del número dos de la fiscalía Luís Navajas para pasar por encima de los fiscales de sala del Supremo, y sus explosivas declaraciones contra ellos hablando de «tropa», no eran en ningún caso una necesidad. A este punto se le añade la pugna con la mayor parte de la magistratura y se redondea con la guerra de exterminio que ha lanzado contra el PP en Madrid y también en el Congreso, donde se ha producido la anomalía que la mayoría del Parlamento ha censurado a la oposición, el PP, por no facilitar la renovación de las instituciones cuando lo habitual es que el objeto de control sea el gobierno. Está claro que se puede argumentar, con razón, que esta vertiente de ir a por el PP se ve facilitada por la incapacidad política de este grupo, como lo manifiesta la pésima gestión en la Comunidad de Madrid con una presidenta, Ayuso, otro fichaje exclusivo de Casado y el propio posicionamiento global del PP, que no ha encontrado la forma de adoptar una posición centrada en los problemas reales y al mismo tiempo aportar una responsabilidad de estado en una situación tan difícil.
Desgastar simultáneamente al jefe de estado, la justicia, y el primer partido de la oposición dibuja un escenario muy grave, porque son tres piezas imprescindibles para el funcionamiento del sistema democrático. Sin ellas, sin un árbitro no discutido, un poder judicial respetado y claramente independiente y una oposición que sea alternativa real de gobierno, la democracia parlamentaria deja de existir y se transforma en «una democracia dirigida».