En términos objetivos, los partidos independentistas que están en el gobierno encaran el periodo preelectoral en condiciones muy desfavorables. El desastre de gestión de la Generalitat ya es asumido por propios y extraños. Un presidente que se ha convertido en una parodia de sí mismo, la ineficacia clamorosa y patética de la consejera de Sanidad, el fracaso absoluto del consejero de Trabajo, Asuntos Sociales y Familia que vive una vida política en el ostracismo, pero a quien Torra no ha tenido autoridad para echar porque, como Vergés, pertenece a ERC y éste es un gobierno y un presidente que sólo manda a una parte de los consejeros. La salida con una relativa normalización debido al tercer grado de los encarcelados va sacando dramatismo a su figura y progresivamente dejarán de ser iconos del movimiento independentista para recuperar su función de personajes políticos. Este hecho, que es bueno, como lo sería aún más su libertad total, tiene para el independentismo el inconveniente de sacar presión a una de sus reivindicaciones, o casi la única, a lo largo de estos meses: los encarcelados y la campaña del lazo amarillo.
Ni Junqueras ni Puigdemont manifiestan la voluntad de actuar como grandes líderes capaces de estar por encima de los intereses más pequeños de los miembros de su partido en el gobierno. En lugar de asumir la realidad de la mala gestión, intentan justificarla, y al hacerlo quedan contaminados por esta dinámica creciente de falta de credibilidad de nuestros gobernantes. Que Junqueras intentara en su entrevista en TV3 explicar que Alba Vergés no tenía una especial responsabilidad porque todos lo habían hecho igual de mal, es un pésimo síntoma de que ni siquiera estos liderazgos mitificados tienen capacidad regeneradora para el independentismo.
En la medida en que no se consiguen reducir el número de personas contaminadas y la tasa de transmisión, la recuperación, modesta pero necesaria, del tercer trimestre, no se habrá producido y, en consecuencia, la economía catalana se derrumbará un paso más, con el riesgo casi cierto de que, en otoño, cuando todo el mundo esté más tiempo en espacios cerrados y las ventilaciones sean más deficientes, el coronavirus golpee con fuerza. Si esto se produjera, y la campaña de vacunación de la gripe no comienza pronto ni es eficiente, tendríamos un último trimestre también muy negativo y, en consecuencia, habríamos pasado una situación de contracción económica fuerte, de liquidación de la demanda desde el 14 de marzo, por lo tanto, prácticamente casi todo el año. Esto hará que no haya recuperación en «V» sino que haya un proceso de ir vegetando por el fondo de la crisis, una «L», con una recuperación posterior que estará muy en función todavía de la epidemia a lo largo del próximo año, porque la vacunación masiva no habrá llegado.
En esta tesitura el independentismo sólo puede prometer ilusiones cada vez más carentes de fundamento, porque todas las anteriores iniciadas con la independencia exprés han finalizado con fracasos espectaculares, como el de ahora con el coronavirus. Pero el independentismo considera que todo esto puede ser fácilmente superado si consigue trasladar al imaginario colectivo que la crisis del Covid-19, económica, social, en definitiva, todas las crisis, son culpa de España y no de los catalanes. Y esto lo focaliza con una imagen concreta y tangible: la de la corona, los borbones. Esto explica que Torra se haya despachado en plena crisis con el anuncio de una querella contra el rey emérito o que se esfuerce contra la figura de Felipe VI. Él será el chivo expiatorio de la campaña independentista, allí donde se concentrarán, o intentarán que así sea, todas las frustraciones y malos humores de la ciudadanía.