Junqueras interpreta bien la situación cuando en declaraciones a La Vanguardia el domingo 12 de julio afirmaba que «no se puede dejar de gobernar». Los resultados en Galicia y en el País Vasco lo constatan una vez más. El problema es que su partido hace tiempo que está en el gobierno, pero no gobierna.
ERC ya viene de una mala prensa como organización de gobierno poco fiable durante el tripartito y el famoso «Dragon Khan». Desde el primer momento Junqueras ha querido imprimir otra orientación al partido, aprovechando su presencia en el gobierno. Durante la primera fase, la propiamente dicha del procés que nos debía conducir a la independencia en un santiamén, no tuvo tiempo para gobernar. En la segunda fase, a partir de las elecciones de diciembre de 2017, con él ya fuera de juego, en teoría debían gestionar el gobierno, pero en la práctica las pugnas por encabezar el independentismo se lo han comido todo. Sólo faltaba la pandemia, que aumenta el estrés del que ya está estresado para poner de relieve las miserias de los departamentos gestionados por ERC, que han pasado a primera fila con los casos de Sanidad, y Trabajo, Asuntos Sociales y Familia, que han tenido y mantienen una gestión pésima.
Cataluña se ha convertido en uno de los lugares donde la gestión del Covid-19 manifiesta más deficiencias. Naturalmente, la responsabilidad última es del presidente Torra, pero esto no impide que los responsables de la gestión directa tengan una parte muy determinante de responsabilidad. El vicepresidente, Pere Aragonès, no ha podido o no ha sabido cubrir estos vacíos y todo ha quedado reducido a lo de siempre: la retórica.
Por otra parte, todo el movimiento independentista se está rompiendo en múltiples facciones. La ANC es una cosa, y Òmnium otra muy diferente, y ocupan espacios políticos contrapuestos. La pugna entre republicanos y puigdemontistas es una historia que ya se acerca a la de Montescos y Capuletos, pero sin Romeo y Julieta. El paso del tiempo ha aumentado las diferencias y la falta de sincronización, Torra el «presidente vicario», y Puigdemont, el «presidente legítimo». Se ha producido una ruptura que sería fratricida si no fuera porque nunca han sido hermanos entre Puigdemont y su propio partido, el PDeCAT. Y todo ello ante la incomparecencia de Artur Mas que, al parecer, sigue esperando su momentum. La última jugada de Puigdemont arrebatándole la titularidad legal de JxCat a los postconvergentes es de las que hace realmente daño, y muestra que el expresidente no está dispuesto a sujetarse a ninguna norma o compromiso para conseguir su victoria. No está claro que esto le beneficie electoralmente.
En definitiva, la pregonada unidad del procés ahora está desmenuzada entre ERC, JxCat (P), PDeCAT abocado a la sumisión o la competición, el PNC, la ANC y Òmnium. Es difícil que de esta situación en la que, además, todos van contra todos, pueda resultar, como pide Junqueras, la capacidad de gobernar.