El término Kulturkampf se refiere originariamente a las medidas legislativas adoptadas por el canciller Bismarck contra la Iglesia católica y el Zentrum, partido de los católicos alemanes. El conflicto como tal tuvo lugar entre 1871 y 1878, pero generó durante varias décadas un complejo de inferioridad cultural entre los católicos alemanes respecto al protestantismo.
Hoy el término «guerra cultural» se utiliza sobre todo para mencionar la confrontación que supone la ideología de género respecto a los principios y valores de base cristiana relativos a la sexualidad, el amor conyugal y la familia. Como ganar la guerra cultural (Ediciones Cristiandad), del filósofo católico norteamericano Peter Kreeft, propone, de forma contundente, irónica y provocadora, una hoja de ruta a seguir a la parte que hasta ahora ha adoptado una posición pasiva en este conflicto.
La presente “guerra cultural» se inicia en los años 60 del siglo pasado, cuando coinciden dos fenómenos globales de tendencia opuesta. Por una parte, el Concilio Vaticano II dio un enfoque claramente personalista al matrimonio, situando su centro en «la íntima comunidad conyugal de vida y amor» (Gaudium et spes 48). La encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, en su punto 9, desarrolla las bases conciliares y define el amor conyugal como plenamente humano, sensible y espiritual al mismo tiempo, que no se puede reducir a una simple relación instintiva ni de sentimiento. Es un amor total, fecundo, fiel y exclusivo hasta la muerte.
Por otra parte, la revolución sexual es una enmienda a la totalidad de esta comprensión católica del amor y la sexualidad. Aquella se fundamenta en el nihilismo de Freud (para quien el amor es un fenómeno instintivo y fisiológico sublimado), y en el nuevo feminismo de Simone de Beauvoir, según la cual no hay una naturaleza o identidad masculina y femenina, sino que todo responde a una construcción cultural. De Beauvoir representa una ruptura con el feminismo anterior, si tenemos en cuenta que muchas de las principales feministas del siglo XIX y primera mitad del siglo XX eran cristianas, como las estadounidenses Frances Willard y Elizabeth Cady Stanton, la francesa Marie Maugeret, o las españolas Concepción Arenal y María de Echarri.
Dos décadas más tarde, con el hundimiento del mundo comunista, el feminismo radical y el nuevo movimiento LGTBI, asumen la dialéctica marxista y la aplican a sus respectivos objetivos. De aquí sale la llamada ideología de género, que en las últimas tres décadas ha conseguido la hegemonía cultural y política en la mayor parte de países occidentales. La única respuesta global a esta nueva antropología dominante la ha dado la Iglesia católica.
Los cuatro últimos Papas, muy conscientes del desafío existente, han dado respuestas doctrinales a la altura del mismo: la profética encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, las 129 catequesis sobre el amor humano de Juan Pablo II, la clarividencia del pensamiento de Benedicto XVI y su diálogo con la postmodernidad. El Papa Francisco ha dado continuidad a los anteriores, con un lenguaje más sencillo y cercano a la sensibilidad actual en Amoris laetitia. Los cuatro han defendido una antropología y una moral sobre el amor y la sexualidad que, más allá del ámbito católico, representa la ley natural y el sentido común; y que, frente al imperio del deseo, responde a las auténticas necesidades de la persona, la familia y la sociedad.
Pero, en general, el mundo católico del último medio siglo no ha sido capaz de responder a la guerra cultural, por varias razones: la formación cristiana sencilla de las anteriores generaciones difícilmente podía resistir la avalancha de nuevas corrientes de pensamiento, modos y cambios de costumbres de vida; el dilema se ha venido planteando, tendenciosamente, entre una moral católica anticuada y represiva, y las nuevas corrientes abiertas y liberadoras; no hubo en el post-concilio, y no hay aún ahora, una respuesta general de sacerdotes, de maestros, de madres y padres cristianos, todos bien formados en el magisterio de los Papas que hemos mencionado, y firmemente convencidos de la necesidad de transmitirlo a las nuevas generaciones. El complejo de inferioridad cultural católico ha sido hábilmente explotado por sus adversarios ideológicos. De una forma similar, los casos de pederastia en la Iglesia han utilizado mediáticamente para presentar el celibato como antinatural, extender una culpabilidad difusa a todos los sacerdotes, y desautorizar de la jerarquía católica.
En este contexto, la cuestión es si la categoría de «guerra cultural» debe ser asumida por los que no han provocado este conflicto. Hoy, muchos cristianos, con una fe que se conforma con ser «razonable» según el nuevo marco mental, secularizada, acomodada y tibia, prefieren eludir la contradicción entre el mensaje cristiano y la ideología de género. Pero, como señala Peter Kreeft, la lucha espiritual ha estado siempre presente en las Sagradas Escrituras, y en la vida y escritos de los santos. Jesús es signo de contradicción y la fe lleva a confrontarse con el mundo. Sufrir persecución, de una forma u otra, es inherente a la vida cristiana.
Tanto los cristianos, como los que confiesan otras religiones y, en un sentido más amplio, todos los que no comparten la ideología dominante, deben tener presente que esta guerra cultural no la han iniciado ellos. Desde hace cuatro décadas, la iniciativa la llevan, con un dirigismo ideológico y político cada vez más agobiante, los promotores de la perspectiva de género, con la colaboración de quienes ya les va bien la laxitud moral de la sociedad para alcanzar sus objetivos políticos y económicos. Quien quiera entender bien cómo actúan los estrategas que impulsan la guerra cultural que lea el libro de Peter Kreeft, y el artículo Cómo se Hace la reingeniería social de un país, de Fray Nelson, publicado en el diario Expansión.
Publicado en el Diari de Girona el 13 de julio de 2020
El dilema se ha venido planteando, tendenciosamente, entre una moral católica anticuada y represiva, y las nuevas corrientes abiertas y liberadoras Share on X