La pandemia y el confinamiento han mostrado de manera exhaustiva, como ya lo hizo la anterior crisis, el valor decisivo y positivo de la familia. Allí donde ha habido una familia sólida, los problemas del confinamiento no únicamente han sido menores, sino que incluso se han resuelto muy satisfactoriamente. Del mismo modo que la gente mayor, la gran sacrificada del Covid-19, ha salido extraordinariamente mejor parada si ha vivido en el hogar familiar que si ocupaba un lugar en una residencia.
Que la familia es decisiva para nuestra felicidad personal resulta indiscutible. Que de su buen funcionamiento dependa la sociedad está en parte asumido. Que ella incida decisivamente en el bienestar económico constituye una realidad ignorada.
Podemos constatar su importancia en estudios de gran alcance como Where is the Land of Opportunity? The Geography of Intergenerational Mobility in the United States de Raj Chetty y otros (2014). De los 10 principales factores que utilizan estos estudios, tres se relacionan directamente con la familia: madres solteras, tasa de divorcios y familias desestructuradas, mientras que otros también están condicionados por ella, como los resultados escolares y el capital social. Esto último no es nuevo, ya lo mostró S. Coleman hace tantos años como los que nos separan de 1988 en Social Capital in the Creation of Human Capital. Y con fecha reciente, la OCDE señala en Low-Performing Students. Why They Fall Behind and How to Help Them Succeed, que la desestructuración familiar y la familia monoparental son unos de los factores que pueden provocar un bajo rendimiento en los estudiantes afectados.
La mayoría de los países que disponen de estados del bienestar saben la importancia del buen desempeño de la familia, y por eso las incentivan. No es nuestro caso. Incluso los partidarios del procés para hacer un «nuevo país» mantenían en el estudio de viabilidad la dedicación del 0,94% del PIB a la familia y natalidad, frente al 1,38% España y el 2,23% de la UE. Las cifras muestran la insensatez española y aún más la catalana. «El nuevo país» del procés tampoco era amigo de la familia, especialmente si tiene hijos y mayores a su cargo. Todo lo contrario de lo que conviene.
La familia es el núcleo sobre el que se construye la sociedad: matrimonio, paternidad y maternidad, filiación y fraternidad, parentesco y linaje. Quien haya leído la genial Noticia de Cataluña de Vicens Vives tendrá clara la importancia decisiva que han tenido para la formación de la Cataluña moderna la casa principal, las relaciones familiares y la estirpe. Cataluña es un país hecho y soportado por sus familias. Todos venimos de una familia, y casi todos construimos otra. Sobre este sistema de relaciones interfamiliares, en el que nos hacemos como personas, se asientan las otras instituciones: la escuela, el trabajo, la iglesia y la vecindad. Sobre estas se estructuran las de naturaleza más opcional, las asociativas. De ahí que, sin un buen sustrato familiar, todo queda negativamente afectado y resulta costoso y poco eficiente suplirlo con gasto público.
La necesidad de que las familias funcionen bien es evidente, pero no se reconoce en las políticas públicas. La omisión es grave y la pagamos muy cara. Lo he intentado explicar con cierto detalle en mi libro Una nueva teoría de la familia. Las funciones de la familia en el crecimiento económico y el bienestar.
Y es que la familia actúa sobre el crecimiento económico mediante el cumplimiento de siete funciones que son insustituibles, porque ninguna otra institución puede realizarlas en los mismos términos de eficiencia, además de una octava en la que interviene junto con otros agentes.
Se trata de:
- la estabilidad familiar
- la capacidad para engendrar descendencia y educarla
- la disponibilidad de normas internas compartidas y la cooperación con los demás; una especie de «spillover» social, que configura, junto con
- la red de parentesco
- el capital social localizado en la familia
- la eficiencia en la aplicación de sus recursos internos y la reducción de sus costes sociales
- el efecto dinástico, capaz de diferir rentas actuales en beneficio de generaciones futuras
- finalmente, el ahorro y el consumo, compartidas con otras instituciones públicas y privadas
Cuando las funciones familiares se realizan de manera deficiente, se perjudica el crecimiento económico y se producen costes sociales, que a su vez ocasionan costes públicos de transacción y de oportunidad, deteriorando el estado del bienestar. Deberíamos ser los primeros interesados en evitar que estos costes se produjeran, porque somos nosotros quienes los pagamos.
¿Todo esto está bien atendido por la política? Al contrario, su actuación deteriora aún más la institución familiar. Por deficiente comprensión, por ceguera ideológica, o por ambas cuestiones, el resultado es que las políticas familiares son deficientes, y la catalana un desastre. El resultado es muy perjudicial, especialmente para los que menos tienen, porque reduce la capacidad para desarrollarse económica y socialmente, drena las prestaciones sociales y aumenta la desigualdad.
De ahí que un buen gobierno se verifique por las políticas que aplica para facilitar el buen desempeño de estas ocho funciones propias de la familia, diferenciándolas nítidamente de lo que son las ayudas sociales para luchar contra la pobreza y la marginación. En el ámbito de la empresa, nadie confunde una cooperación de ayuda para que una empresa no quiebre con un política de fomento basada en incentivos para mejorar la misión de las empresas que funcionan, pero, en las políticas familiares, por razones estrictamente ideológicas, ambos campos se confunden deliberadamente. El resultado es una pésima aplicación de los escasos recursos que se aplican. De hecho, la progresía percibe las políticas familiares como una especie de auxilio social para paliar problemas, y otorga una especial atención a la minoría, las familias monoparentales y las pocas formadas a partir de la legislación LGBTI, y deja al margen lo que es el grueso y sus funciones: la familia sin adjetivos.
En Cataluña las políticas de familia propiamente dichas no existen, y las otras, las propias de la asistencia social, son insuficientes y defectuosas.
Han olvidado que Cataluña sigue siendo, no por la Generalitat o las estructuras de estado, sino por la tarea bien hecha de las familias catalanas en el pasado, como ha sucedido en Polonia, Irlanda o Israel. O rectificamos, o lo pasaremos mal.