Nos escandalizamos fácilmente de que el gobierno griego y las instituciones europeas no dejen entrar a los miles de solicitantes de asilo que, aseguran, escapan de la guerra. Es difícil resistir a las fotografías de mujeres y niños desesperados y no indignarse cuando nos afirman que los policías emplean la violencia contra jóvenes indefensos. Ambos bandos, buenos y malos, son evidentes.
Sin los medios no nos enseñan otras imágenes, como las de grupos de jóvenes (todos hombres, que se ha hecho de las mujeres?) Intentando penetrar violentamente en Grecia con gritos de «Allah akbar». Es cierto que para algunos, Europa es la promesa de poner fin al sufrimiento, pero para otros es una conquista a la que los musulmanes tienen derecho para compensar los daños que supuestamente les hemos causado.
Ante este panorama, y en la era de las emociones y las imágenes, hay que plantearse de forma urgente varias preguntas de fondo.
¿Qué interés tiene Europa a abrir de nuevo las puertas, contribuyendo aún más al efecto llamada? De los desplazados en la frontera griega, qué porcentaje son realmente refugiados y qué porcentaje inmigrantes económicos? ¿Qué valores supuestamente europeos están traicionando al no dejarlos entrar? Y por otro lado, se protegen de verdad estos valores dejando pasar a todos sin exigir nada a cambio? ¿Por qué el único problema que se encuentra a su entrada en masa es el avance de la extrema derecha? Como podremos asimilar cientos de miles de recién llegados musulmanes, si esto se ha demostrado prácticamente imposible con los que ya llevan décadas aquí?
Estas cuestiones de fondo necesarias para dar una respuesta coherente al chantaje de Turquía permanecen sin respuesta. El progresismo pro-inmigración tiene carta blanca y su discurso es interiorizado por la mayoría abrumadora de medios europeos, bajo pena de fascismo.
En las izquierdas, que reciben con los brazos abiertos la inmigración para contar con sus votos más tarde (sólo hay que ver el clientelismo de Podemos, las CUP o Francia insumisa para darse cuenta), se le suma la sumisión de buena parte del resto. Los resultados son la autocensura y la imposibilidad de debatir seriamente la inmigración.
Sobre la imposibilidad de acoger más demandantes de asilo
Pero necesitamos desesperadamente hablar de inmigración porque Europa no reúne las condiciones elementales para acoger los millones de demandantes de asilo que Turquía amenaza con dejar entrar.
De entrada, la mayor parte de los gobiernos europeos no disponen ni siquiera de los recursos necesarios para proteger a la población de una emergencia moderada, como el caso de Italia con el coronavirus demuestra. Otros que aún disponen de medios importantes, como Francia, los destinan a costosos programas sociales que benefician paradójicamente en primer lugar a los inmigrantes y sus descendientes, a pesar perforar sus déficits y elevar sin cesar la presión fiscal. Finalmente, hay que se encontraban el 2015 en una situación mejor, como Alemania o Suecia, pero que han acogido tantos demandantes de asilo que la población ha dicho basta.
En toda Europa, incluyendo España y más en concreto Cataluña, la multiplicación de guetos étnicos demuestra esta incapacidad pública. Los supuestos beneficios de la «diversidad» que aporta la inmigración, sobre todo la proveniente de culturas tan diferentes de la nuestra como la musulmana, tardan en aparecer.
En las afueras de París, por ejemplo, hay zonas donde las mujeres no pueden entrar en los bares, en los que por otra parte ya no se sirve alcohol. Más cerca de casa, un blogger catalán expresaba hace unos meses su tristeza al contemplar el estado en que el «multicultural» centro de Manresa se encuentra.
En los países históricamente receptores de inmigración no europea, como Alemania y Francia, la tensión se ha convertido particularmente fuerte. Pese a lo que muchos pretenden, la inmigración en masa de grupos culturales claramente diferentes al autóctono tiende a radicalizar y enfrentar las identidades. No hay ninguna duda de que en Cataluña sucederá algo similar dentro de unos años.
Hacia el choque de civilizaciones
Hace 25 años, la teoría del académico estadounidense Samuel Huntington del choque de civilizaciones recibía las criticas burlescas de sus colegas, plenamente convencidos del triunfo definitivo del liberalismo en todo el mundo.
Hoy, su visión de un mundo dividido en civilizaciones enfrentadas, y sobre todo de la venganza que obsesiona al mundo islámico contra el Occidente judeocristiano, se está cumpliendo. La novedad es que Europa no experimenta el enfrentamiento en el exterior. El choque es interior y doble: por un lado, los promotores del marxismo cultural que se han propuesto destruir la civilización occidental desde dentro. Por otro, los guetos étnicos que aparecen en su territorio, y que no paran de crecer y ganar influencia gracias a la actual transformación radical de la demografía europea.
Por razones económicas pero sobre todo culturales, los europeos ya no tienen hijos. El vacío que dejan es llenado en parte por los extranjeros, que sin embargo se niegan a convertirse europeos a pesar de todo lo que Europa les ha dado. Así, en Francia , el 20% de los bebés ya llevan nombres árabe-musulmanes. En Cataluña no hay todavía datos tan precisos, pero la proporción será similar en un horizonte no muy lejano.
El progresismo rechaza todos estos argumentos tildándolos de fascistas y supremacistas, pero no sabe rechazarlos racionalmente porque se basa en emociones y caricaturas ideológicas de los años 40.
Si no planteamos la visión de conjunto de la cuestión migratoria, y nos quedamos sólo con las imágenes de la frontera greco-turca, no conseguiremos nunca una respuesta eficaz y conveniente para Europa.
Necesitamos desesperadamente hablar de inmigración porque Europa no reúne las condiciones elementales para acoger los millones de demandantes de asilo que Turquía amenaza con dejar entra Share on X