Ya son visibles los efectos económicos que ocasiona la baja natalidad en nuestro país. El Banco de España ha hecho una previsión del crecimiento potencial a medio y largo plazo del 1,5%. Hay que recordar que en los últimos años estaba situado en el 3%. La causa según la alta instancia bancaria es la demografía, que se añade al paro global que viene registrando la economía.
Se puede pensar que hay suficiente con que se crezca en términos de renta per cápita porque este es un indicador de prosperidad. Es una simplificación excesiva, porque la cantidad total del crecimiento también cuenta.
Si la población crece muy poco, no digamos ya si decrece, el endeudamiento que tiene el país, muy elevado en nuestro caso porque se acerca al 100% del PIB, se distribuye con menos personas. También desincentiva la inversión productiva, porque el mercado, sobre todo en determinantes segmentos, no crece. El ejemplo paradigmático es el de los electrodomésticos o todo lo relacionado con el consumo de la infancia.
Una población que envejece por falta de nacimientos es propensa a la deflación. Este es el famoso escenario japonés, al cual se encamina gran parte de Europa y de manera destacada España, y con ella Cataluña. También varían las pautas de consumo e inversión. Se consume menos, y el riesgo desaparece cada vez más del horizonte inversor, porque una población de avanzada edad lo que busca sobre todo es seguridad.
Pagar las pensiones en este escenario se convierte en una tarea imposible sin recortes sustanciales. En nuestro caso, su coste crece a un ritmo del 8% sin deflactar, es decir, sin descontar los efectos de la inflación. Pues bien, el PIB en estas mismas condiciones está creciendo a la mitad, y si nos atenemos a la previsión antes indicada del Banco de España, aun crecerá a un ritmo inferior.
En definitiva, en una población que crece poco, significa que los costes del funcionamiento y del endeudamiento se distribuirán entre menos gente, y la relación entre jubilados y trabajadores empeora. Se puede pensar que la solución está en mejorar la productividad y es evidente que esta es una exigencia, pero que tiene unos efectos limitados. Primero, porque es el talón de Aquiles de la economía de este país, y segundo, porque es prácticamente imposible, vista la experiencia, mantenerla de manera sostenida a un ritmo del 2%, que sería lo necesario.
Se puede pensar que la solución es la inmigración como sustituto de la baja natalidad. Cuando esta visión se hace absoluta, y se prescinde de toda política favorable a la familia y los hijos, caso de España, se incurre en un error de muy graves consecuencias, porque la inmigración debe ser vista como una respuesta necesaria pero limitada, por dos razones fundamentales.
La primera, porque a partir de una determinada dimensión se genera un impacto cultural que se traduce políticamente. Los países no asumen sin reacciones, como se ve en Europa y en EE. UU., fuertes corrientes migratorias de manera continuada. Pero es que además hay una poderosa razón económica. El personal inmigrante que acude a España se caracteriza por un capital humano claramente inferior al autóctono, como lo revelan los niveles salariales que perciben.
Este es un hecho evidente incluso en actividades que no requieren una gran formación profesional. Fijémonos en un ejemplo concreto: un camarero de planta de un hotel de 4 o 5 estrellas que haga 25 años que trabaja, y por tanto dotado de una amplia experiencia, puede cobrar entre 1300 y 1500 euros al mes; mientras que un camarero contratado en el momento de salir de la crisis podría ser un mileurista. En la actualidad se sitúan en los 900 euros y además tienen una larga lista de espera básicamente formada por inmigrantes.
Este deterioro salarial tiene dos consecuencias. Una, el hecho que provoca, no con carácter general, pero sí en determinados trabajos, los menos cualificados, es una presión a la baja de los salarios. La otra cuestión es que este proceso de sustitución de trabajadores autóctonos por foráneos de menor retribución castiga las expectativas de la Seguridad Social, porque se jubilan personas con pensiones medias que van creciendo, mientras que las aportaciones de los nuevos ocupados son menores. Esta dinámica es otro factor que desequilibra la Seguridad Social.
Todavía hay una tercera consecuencia de una emigración masiva, como ya vivimos a principios de siglo. La abundancia de mano de obra barata lo que hace es incentivar las actividades económicas de baja productividad, lo contrario de lo que necesitamos. Finalmente se produce un desequilibrio en el mercado de trabajo. Por una parte, tenemos un número creciente de inmigrantes ocupados. En 2018 la mitad del empleo creado fue para inmigrantes, según la EPA. Este es un indicador claro de lo que apuntábamos antes: el estímulo a la economía de baja calificación. Asimismo, se produce un paro crónico entre los autóctonos por cualificados que estén sobre todo entre los mayores de 50 años, y también entre la gente joven altamente cualificada, que recurre cada vez más a emigrar para buscar un trabajo en consonancia a sus conocimientos.
Esto significa que estamos «importando» personas con retribuciones a lo largo de su periodo de vida activa, que apenas cubrirán los costes públicos que generan en materia de salud, pensiones y otras prestaciones, al tiempo que «exportamos» jóvenes universitarios sobre los que se habrá invertido un importante gasto público a través de la escuela gratuita y la universidad casi gratuita.
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