Cuando una diputada dice en público: “No tenemos un problema de convivencia, sino de democracia”, está falseando la verdad. Cuando se tarda dos horas en entrar en Barcelona, cuando te impiden acceder a la estación de ferrocarril. Cuando se logra evitar por la fuerza que quienes quieran asistir a clase puedan hacerlo y se premia a los agitadores aceptando modificar sustancialmente el calendario de evaluación académica. Cuando te agreden por asistir a un acto legal y legítimo, cuando las calles, carreteras y las vías de ferrocarril han sido cortadas reiteradamente, si aceptamos que en razón de unas ideas políticas se pueda impedir el tráfico de mercancías y la circulación de personas en la frontera con Francia, entonces claro que la democracia tiene un problema y no es otro que la destrucción de la convivencia, y el daño económico. Y si cuando los responsables, por acción u omisión, de esa violencia activa o pasiva afirman que “la violencia que más les preocupa es la que ejercen los cuerpos policiales”, poniéndola en el mismo platillo que la violencia legítima de las fuerzas del orden, nos hallamos en el inicio de una escalada que todos los ciudadanos debemos rechazar públicamente con independencia de nuestras ideas.
En las grandes ciudades de Catalunya, la convivencia se está viendo alterada desde la fecha de la sentencia. Pero en la Catalunya rural la degradación viene de más atrás. Hace pocos días un ciudadano de un pueblo de Catalunya decía: “Cuando vengo a Barcelona, respiro. En los pueblos la atmósfera es del todo irrespirable”, y lo que contaba sobre su vida cotidiana era la de una persona señalada por el hecho de no ser independentista. Y no es un pueblo pequeño y no se trata de un españolista pintoresco, sino de un profesional reconocido, que militó en CDC. Quienes hayan leído Patria y la descripción que hace Fernando Aramburu del ambiente que se vivía en muchas poblaciones vascas tendrán una idea de la atmósfera opresiva que describía este ciudadano sin haber leído el libro. Pero incluso en Barcelona dos de entre nosotros se han visto insultados y amenazados de palabra en plena calle por gente que parecía normal. Y eso es lo grave: la banalización del conflicto, cuando no su simple negación. No se puede construir un país menospreciando con violencia a quienes no piensan como tú. Esa es la realidad que crece en Catalunya. Ahí hay un huevo de serpiente y no hace falta blanquearlo, ya está pintado por el color oficial, y la censura en TV3, que en algún tiempo pasado fue un buen servicio público. Y es un material que alimenta y hace crecer otro huevo de serpiente, este en España, mucho mayor.
Se acusa al Gobierno español y en particular al ministro del Interior de reducir el conflicto a una cuestión de orden público, cuando “es una cuestión política”. Es una acusación de mala fe. El conflicto es de orden político, y el desorden público es una de sus consecuencias, voluntariamente buscada y de ningún modo inevitable. Se produce porque una parte del independentismo cree que la vía pacífica está agotada, de la misma manera que antes dio por finiquitada la autonomía, a fin de no aceptar que lo que está liquidado y vacío de contenido político es la independencia como objetivo concreto. Olvidan interesadamente que las autoridades tienen la obligación de abordar los desórdenes públicos inmediatamente, y tomarse el tiempo necesario para eliminar sus causas. Y no porque la paz en las calles sea lo más importante, sino porque es lo más urgente, porque sin ella la libertad y, por tanto, la democracia desaparecen.
El movimiento independentista ha sido siempre pacífico. Sí, pero: primero, ha ido erosionando toda idea de autoridad al desacreditar la del Estado y liquidar el Estatut d’Autonomia sin la mayoría necesaria, en una infausta sesión parlamentaria, y segundo, ha pensado que el desorden servía a su causa y debía ser tolerado, cuando no estimulado. Tercero, al querer aumentar sus bases ha hecho alianzas con grupos que preconizan el enfrentamiento continuo y la liquidación de este Estado de derecho. Hoy el independentismo se expresa mayoritariamente con el lenguaje de la CUP y aplica su estrategia; está colonizado políticamente por su ideología. Esto es tanto más grave desde el momento en que el movimiento independentista gobierna las instituciones catalanas y habla oficialmente en nombre de Catalunya.
El desorden no es tolerable en una democracia. Parte de los ciudadanos, seguramente la mayoría, lo rechazan porque se ejerce desde la fuerza. Por otra parte, un gobierno no puede doblegarse a negociar porque los ciudadanos no puedan circular por la calle. Así las cosas, lo más probable es que la continuación de la violencia acabe por provocar una respuesta no menos violenta del Estado, cuyos efectos sufriremos todos. No hay que excluir que ese sea un objetivo buscado por una parte del independentismo. Un colectivo pacífico como el nuestro condena sin ambages esa violencia, como lo han hecho cerca de 80 destacados catalanes en “En defensa de la policía y las instituciones catalanas”, y cree que las autoridades, cuya obligación es protegernos de sus efectos, debieran hacer lo mismo.
Publicado en La Vanguardia el 15 de noviembre de 2019