A una década de distancia vale la pena revisar con la mayor objetividad posible los hechos que son la base de todo periodismo.
El primero de estos hechos que llama la atención es que fuera un Estatuto que no consiguió ni siquiera la participación del 50% de la población, lo que hizo que se desencadenara la posterior tormenta. Desde el primer momento, este instrumento tan fundamental del autogobierno vino condicionado por pugnas políticas de marcado carácter partidista que alejaron a una buena parte de la población.
Es un hecho que el nuevo Estatuto (otra opción habría sido la revisión del que ya existía, que había sido la tesis desde muchos años antes del líder republicano Heribert Barrera) nació como un intento táctico de Pasqual Maragall de superar a CiU en su terreno, el del catalanismo, y este origen marcó todo el proceso posterior. Sólo bajo esta lógica inicial se entiende que se fuera a la aprobación marginando de buen principio al PP, que era la alternativa de gobierno en España. Y todavía resulta todo más confuso si se considera la gravedad del compromiso incumplido por Zapatero, que pasó de afirmar que apoyaría el texto que se aprobara en el Parlamento de Cataluña a asumir con plenitud las alegrías de Guerra en el Congreso de los Diputados, señalando con énfasis que le pasaría el cepillo bien pasado para laminar el texto.
En medio de todo este embrollo se produjo un insólito pacto sorpresa entre Mas y el propio Zapatero en la pugna por la bandera del catalanismo en Cataluña. Para rematarlo, el Estatuto fue víctima de una modificación grave e incoherente en el proceso de tramitación. Estaba establecido, y así se habían aprobado todos los estatutos, que el texto que se llevaba a referéndum era aquel que resultaba de haber pasado todos los procedimientos, incluido, si era el caso, el del TC. Pero el PSOE modificó este camino jurídico y situó el referéndum antes de la sanción última del TC, por lo que el más alto tribunal debía juzgar un texto sobre el que ya se habían pronunciado los ciudadanos. Naturalmente, el conflicto potencial estaba abonado, como así fue. El comunicado de la Lliga Democràtica es un resumen bastante objetivo de las circunstancias que enmarcaron aquel conflicto, que tanta huella ha dejado en la política catalana y española.
¿Qué hacer con el Estatuto?
Es evidente que hubo pérdidas competenciales en todo este proceso, y esto justifica la reclamación y la protesta. Pero también es cierto que una parte de estas modificaciones venían justificadas por la Constitución e incluso por la racionalidad. Hay un caso concreto que es espectacular: el Estatuto preveía inicialmente que los dictámenes del Consejo de Garantías Estatutarias fueran vinculantes. Esto es lo que decidió el Parlamento de Cataluña. El TC consideró que una instancia de este tipo no podía situarse en un rango superior a la del Parlamento y por tanto rebajó sus dictámenes a un carácter meramente indicativo. Cuando llegó el momento crucial con Puigdemont como presidente de la Generalitat y reclamando la soberanía del Parlamento, los dictámenes contrarios del Consejo de Garantías no fueron aceptados. Puigdemont obedeció a lo que decía el TC porque le convenía.
Han pasado 10 años y el problema de fondo hoy es otro: ¿Qué hacemos con nuestro Estatuto de Autonomía? Porque más o menos limitado, la verdad pura y dura es que permanece prácticamente inédito, porque la Generalitat no lo desarrolla, limitando así ella misma el autogobierno de los catalanes. Y aquí hay un primer interrogante: ¿Hay que mantener la parálisis? ¿A quién beneficia? Y aparece también una segunda cuestión: si tan inútil es el Estatuto, ¿por qué no se renueva, reforma o cambia? Porque el bloqueo actual a la espera de una imaginaria independencia sólo conlleva que la Generalitat cada día tenga menores capacidades de actuaciones debido a sus misiones.