Cambiar el mundo (y 3)

El proyecto de construir España como una nación de naciones, propuesto por Joseph Weiler como salida a nuestro conflicto territorial (“Cambiar el mundo (2)”, Opinión, 16/VII/2019) encontrará enormes resistencias. Será preciso que el separatismo renuncie a su sueño de un Estado independiente, y los unionistas deberán cejar en el empeño de extirpar la planta del catalanismo. Pero quizá la más insidiosa de las resistencias –el “desdén casi universal” de que habla Weiler– venga de aquellos que a sí mismos se califican de “realistas y “pragmáticos”. “Es demasiado bonito”, “Los españoles no están preparados para esto”, aducirán, hablando siempre, claro está, de los demás españoles. No hay de qué sorprenderse, también hubo realistas y pragmáticos en las últimas semanas de la vida de Franco. “España no está madura para la democracia”, decían, mientras otros, que quizá fueron entonces tachados de utópicos, se atrevieron a poner en marcha la transición.

Es un buen momento para recordar lo que fue ese periodo de nuestra historia. Los que hoy se consideran valientes dicen que se hizo bajo el imperio del miedo, cuando es así que sus responsables corrieron a veces grandes riesgos, aunque sabían que ciertas fronteras no se podían cruzar. Otros dicen que fue un pacto del olvido, cuando fue lo contrario: si salió tan bien la transición fue precisamente porque sus protagonistas recordaban perfectamente de dónde veníamos. Por desgracia, pasadas cuatro décadas, y viendo lo que hoy ­vemos, quienes la articularon podrían ­preguntarse: “¿Todo aquello era para llegar aquí?”.

No hace falta echar mano de las taras de un pretendido carácter nacional ni de la férula inexorable del destino para intentar una explicación de nuestra confusión actual. El recuerdo de cuarenta años de dictadura inclinó a nuestros legisladores a construir un marco jurídico excesivamente garantista; un régimen autoritario nos legó una ciudadanía poco acostumbrada a tomarse en serio los deberes cívicos. La resultante ha sido una democracia muy aceptable, pero indefensa. De esa indefensión se han aprovechado la corrupción, que ha comprado silencios con apoyos políticos o con dinero, y el separatismo, que ha utilizado las instituciones de la democracia para destruirla, con la idea peregrina de construir la suya propia sobre las ruinas.

Enfermedades graves, sin duda, pero no incurables. La menor tolerancia hacia la corrupción parece empezar a surtir efectos, y quizá no tardemos mucho en poder mirarnos en el espejo sin ruborizarnos y resistir la mirada condescendiente de nuestros socios europeos. Tampoco es un sueño imposible esperar que el independentismo, esa aspiración, ese deseo alimentado por recuerdos de infancia que no han hallado mejor objeto, vuelva a ocupar un lugar, legítimo si respeta las reglas del juego, dentro del catalanismo. Los largos meses donde el espacio político, habiendo descartado sus actores por inoportuna cualquier mención al bien común del país, ha estado dominado por el ansia de poder han provocado un cierto hastío en todos nosotros. La posibilidad de unas nuevas elecciones debe ser considerada un tropiezo de nuestra democracia; sin embargo, forzoso es pensar que, vistas las alternativas, hay cosas peores. Eso sí, tengamos presente que este es el momento de la impaciencia, cuando uno puede sentirse inclinado a pensar: “El pueblo está preparado, el problema son los políticos”. Por seductoras que suenen estas palabras en un momento de cansancio, son las del tirano en potencia, aquel que quiere prescindir de los políticos para gobernar él solo en nombre del pueblo. Recordemos que nuestros representantes han sido elegidos por nosotros, y que, si no hay más remedio, las urnas son el mejor procedimiento conocido para cambiarlos. Seamos, pues, modestos y, sin desviar la atención, tengamos un poco de paciencia. Ahora se nos presenta la oportunidad de iniciar un camino que puede mejorar nuestro país y puede incluso contribuir a cambiar el mundo: arreglar lo nuestro y ser, sin pretenderlo, “la luz de los pueblos”, como dice Weiler.

Cada cual ha ido a los suyo, y hemos olvidado que la democracia exige el compromiso de todos para sobrevivir

Hemos hecho cosas más difíciles en el pasado y las hemos hecho bien. Pero durante demasiado tiempo hemos llamado pragmatismo a lo que no era sino negligencia. Nuestros gobernantes, en nombre de un realismo mal entendido, nos han ofrecido, y han exigido de nosotros, no lo mejor, sino lo más fácil, evitando situaciones incómodas y posponiendo conflictos espinosos pero inevitables. Muchos hemos aceptado gustosos el trato. Cada cual ha ido a lo suyo, y hemos olvidado que, si bien un régimen autoritario no necesita más defensa que el uso de la fuerza, la democracia exige el compromiso de todos para sobrevivir. Afortunadamente, nada está perdido del todo. La práctica de la democracia encierra una gran lección: no hay nada que no pueda cambiar una ciudadanía diligente, leal y comprometida con un proyecto ambicioso. Que un feliz verano nos ayude a tenerla presente.

Publicat a La Vanguardia,  30 de juliol de 2019

 

 

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