Últimamente repito mucho una idea: España se halla en una situación de emergencia, la más grave –a mi juicio- desde el inicio de la Transición. Lo sostengo porque entiendo que, si bien Catalunya no tiene fuerza suficiente para alcanzar unilateralmente su independencia, le sobra dimensión para desestabilizar a toda España, provocando la erosión de su Estado y una fuerte pérdida de su buena imagen internacional. Todo ello sin menoscabar el efecto contagio que se puede producir en otras comunidades autónomas como consecuencia la debilidad del Estado. Reconozco que a veces me pregunto si no estaré exagerando, dejándome llevar por el pesimismo; pero la razón me dice que no, que estoy en lo cierto, que los síntomas de una muy fuerte crisis política en España son evidentes. Buena prueba de ello es que, en estos momentos, la defensa del Estado de derecho ha tenido que ser asumida por el poder judicial -por cierto, que de una forma ejemplar-, dada la inhibición suicida del poder ejecutivo durante los últimos años, lo que provocó la judicialización del conflicto.
Dicho de otro modo, cuando en una comunidad humana –en este caso la catalana- la mitad aproximada de su población se siente radicalmente insatisfecha con su actual marco jurídico y apuesta por otro, la única salida al enfrentamiento –dando por hecho que la otra mitad de la población no está por la ruptura- es una solución negociada, con la palabra como instrumento, la ley como marco y la política como tarea. Es decir, diálogo, transacción y pacto. No un pacto para siempre, sino un apaño que nos permita convivir en paz y concordia durante quince o veinte años, porque el cambio que ya está aquí a causa de la globalización y la revolución tecnológica alterará tan sustancialmente la realidad sobre la que hoy operamos que es imposible prever el futuro.
La iniciativa para que este diálogo pueda iniciarse ha de partir del Gobierno central por una razón tan simple como ésta: cuando dos se enfrentan, la iniciativa corresponde siempre al más fuerte y, en este caso, éste es el Estado, que debería formular la primera propuesta de pacto, inclusiva de sustanciales concesiones por ambas partes. Por lo que hace al Estado, éstas afectarían al reconocimiento de Catalunya como nación, a las competencias identitarias, a la aportación al fondo de solidaridad, a la agencia tributaria y a una consulta a los ciudadanos catalanes acerca de la aceptación de estas reformas. Todo lo cual podría instrumentarse mediante una reforma estatutaria y de la LOFCA, evitando así una reforma constitucional dilatada en el tiempo e incierta en su consenso. Y, por parte de los independentistas, supondría su aceptación explícita del marco constitucional y su renuncia implícita a la independencia y a una relación bilateral con el resto de España.
Hasta aquí no he hecho otra cosa que repetir lo mil veces dicho. Pero lo hago para destacar que una negociación de este calado no puede emprenderla el Gobierno de España sin el apoyo de los partidos constitucionalistas y, en concreto, del Partido Popular y de Ciudadanos. Y aquí llega la propuesta que –a mi juicio- exige la situación de emergencia que vive España: el Partido Popular y Ciudadanos deberían abstenerse facilitando en segunda vuelta la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, dado su condición de candidato propuesto por el partido más votado. Hecho lo cual, todos los partidos constitucionalistas deberían definir el marco de negociación con los independentistas catalanes.
Muchos lectores pensarán que soy un iluso o un necio. Quizá, pero insisto en lo dicho: en momentos críticos es imprescindible la unidad de las fuerzas constitucionalistas, que defiendan la idea de España como nación y al Estado que la articula jurídicamente. El Gobierno de España habrá de dialogar, habrá de transaccionar y habrá de pactar, pero todo ello sólo podrá hacerlo con firmeza si cuenta, en este grave trance, con el apoyo y sostén de las fuerzas constitucionalistas en la oposición. Y ¿cuál es el móvil que puede impulsar el sacrificio que siempre exige dar apoyo al adversario? La respuesta es sólo el patriotismo, tal y como lo entendía Manuel Azaña: “El patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarse en aras del bien común”.
En resumen, la razón dice que el Gobierno de España tiene que tomar la iniciativa para la resolución política del problema catalán; que el Gobierno ha de ser socialista por ser el PSOE el partido más votado; que, dada la situación de emergencia que vive España, los partidos constitucionalistas en la oposición han de facilitar la investidura de Pedro Sánchez con su abstención; y que es el Gobierno, previo el consenso con todos los partidos constitucionalistas, el que habrá de plantear el marco de negociación con el Gobierno catalán que salga de las urnas (el actual ni sabe ni quiere hacerlo), así como las líneas rojas que no se podrán sobrepasar. Ahí radica el auténtico patriotismo: apostar por el interés general por encima del partidario y del personal de los líderes.
(Publicado en “La Vanguardia”, el 15 de junio de 2019).